Es una ternura que una película que quiere inculcar lecciones de posverdad, devenga en una mentira adherida a los discursos de la demagogia inclusiva.

De Pinocho, que fue una de las cinco grandes de Disney, han hecho una cinta menor y apresurada del infumable live action de la compañía, para conservar las licencias de explotación, amén de forzar una adaptación multicultural que mantenga a raya a los inquisidores de la corrección política, los nuevos policías del doble pensamiento en Hollywood, siempre amenazantes y tóxicos, una peligrosa patrulla woke que te vigila como Gran Hermano y que puede condenarte a la hoguera de los 15 minutos de humillación, si osas llevarles la contraria o cuestionar sus códigos de censura.

Por ende, la nueva Pinocho, que nació realmente vieja, es hija de la cultura de la cancelación, del adoctrinamiento infantil y buenista que ha tomado a la industria.

Una pena que involucre a Robert Zemeckys con Tom Hanks, que asumen el trámite desde el clasicismo, para honrar y dialogar con una tradición de héroes díscolos de la meca, ante la tóxica influencia de los algoritmos de las redes sociales.

En efecto, el esfuerzo más noble de la cinta, que no queda en nada, es el de manifestar una crítica al régimen de sombras de los pinochos de la fama, aquellos que deslumbran a los niños con promesas de pan y circo, aquellos que imponen el totalitarismo de las fake news y el populismo del hambre.

En el largometraje abundan los dislates técnicos, en cuestiones simples como el racord de miradas, la composición de los actores de carne y hueso con las figuras de diseño informático.

No pasó lo mismo con la experiencia vanguardista de Quién engañó a Rogger Rabbit, de quien Pinocho es una pariente distante y pobre en tres dimensiones. Carece de ritmo y de encanto, le falta el picante y la malicia que hizo del original de Disney una obra capital, acerca de la transición de una mala educación entre la crisis de los treinta y los aires de cambio del new deal.

La de la década del cuarenta suponía un milagro de la animación en términos de montaje, fotografía, dirección y coreografía. Incluso los doblajes hispanos son legendarios y pasaron a la historia.

La nueva Pinocho debe verse como un trabajo de borrado de la memoria, de un lavado cerebral, cuyo objetivo es no ofender a nadie, purificar aún más si cabe las fábulas morales de la literatura europea, al implantarles el chip de una globalización que juega hipócritamente a redescubrir su inocencia.

El error de la traslación radica en no perfilar un discurso que sea cónsono con los tiempos actuales, que entienda las dinámicas de los chicos de ahora, sus ansiedades y aspiraciones.

Problema de una producción que investiga superficialmente y que se conecta con su audiencia a través de un rasero condescendiente y paternalista, como el Estado socialista que crea contenidos para niños, a fin de inculcarles una pedagogía culposa y progre.

De seguro les suena familiar con ciertos canales de la región, donde se habla de diversidad y pluralidad, centralizando los temas en función de la ideología del gobierno de turno.

Con Pinocho asistimos al ascenso y la caída de un modelo proteccionista de boomers, fuera de contexto.

El resultado es un filme malogrado con un Tom Hanks que nunca había dado tanta vergüenza ajena. Al menos no lo pusieron a hablar con un acento de italiano como de Mario y Luigi.

Como únicos aciertos, mencionar los pasajes del parque de atracciones y el monstruo. De resto, uno de los peores títulos del año.


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