Por el equipo editorial 

La realidad supera cualquier acto de demagogia cuando se ha desbordado la crisis social de cualquier nación.

Ante ello, la dimensión de la crisis educativa en Venezuela pareciera que ha tocado fondo, y por ende, ya ni las amenazas del régimen ante sus mampuestos colectivos, y desacreditadas instituciones surten efecto psicológico ni emocional sobre los educadores venezolanos que se mantienen en firmes protestas, y que entendemos no van a cesar, aunque el madurismo apueste al desgaste colectivo.

De hecho, estamos en una situación inédita en la que incluso los representantes están apoyando las protestas de los docentes, y hasta hemos visto imágenes en las cuales las madres y padres de los niños han rechazado la práctica perversa de enviar individuos a las escuelas y liceos sin la debida preparación y acreditación académica, lo cual es otro revés en las prácticas neototalitarias de imponer una visión unipensativa de la educación.

Por ejemplo, ver al derrotado candidato del madurismo por la Gobernación de Barinas, Jorge Arreaza, arengando, palabras más, palabras menos, a la sustitución de docentes por «bachilleres» no solo es la muestra del desprecio ante la carrera educativa, sino ante la misma educación porque su conducta arrogante y hasta neurótica, lo que revela es la mendacidad del régimen al no poder encontrar las respuestas ante las exigencias del magisterio, y la crisis educativa en su conjunto.

Que el gobierno, intentando emular el cangue que aplicaban los chinos de la antigüedad, colocando la enorme tabla alrededor del cuello de los «indeseables», pretenda hacerlo por analogía con los educadores y trabajadores y pensionados, al pagarnos «salarios» que solo pudieran definirse de inexistentes porque ni siquiera equivalen a 10 dólares mensuales. Es claro que su propósito está anclado en la destrucción definitiva de la educación, de allí que la unión que se ha dado en los planteles entre educadores y sociedad de padres y representantes se ha convertido en el núcleo de una enorme inconformidad que legitima las protestas en términos de validez comunitaria y, por ende, de extensión nacional.

Si el gobierno no puede dar respuesta a las necesidades básicas de una población sobre la base de la alimentación, salud y transporte, y ante espacios «pedagógicos» que se encuentran en su mayoría destruidos en sus infraestructuras, es obvio, que la desesperación va a terminar por implosionar a la sociedad, y el paso a una hecatombe social está cada vez más cerca de los tiempos históricos.

Agotados los entendimientos, la educación apenas sobrevive y se encuentra en una prelación de inequidad y máxima anomia. Por ahora, solo queda la calle como mecanismo de exigir derechos, ante la mendacidad del gobierno.


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