Hay recuerdos que el olvido no se lleva, quizás porque se resisten o acaso porque el olvido los rechaza. Hay recuerdos tan tercos, apoltronados en la costumbre y adheridos a la personalidad, que uno sería otro si llegaran a esfumarse. Recuerdos de palabras y conceptos polisémicos con los que construimos un lenguaje común para comunicarnos y otro, completamente propio, que nadie más entiende. Recuerdos de momentos enmarcados en un sinfín de imágenes con rostros y lugares de las que conservamos impresiones sensoriales. Simplemente están ahí, fungiendo de apuntadores útiles, algunos irremplazables. Ayundándonos a ser y a hacer.

Olvidar es perder la memoria o el recuerdo de una cosa, de un ser, de una vivencia, de un hábito, de una habilidad. Pero hay una memoria que el olvido no se lleva, la de esa etapa crucial que es la adolescencia, sacudida por sismos sucesivos que nos transforman físicamente tanto como en mente y espíritu. En ese tránsito hacia la conciencia y el reconocimiento de uno mismo, con todo lo que ello implica –rebeldía, disconformidad, hallazgos, dudas, sueños, desafíos–, el bagaje de valores y disvalores inculcados y cultivados desde la temprana infancia adquiere forma definitiva a través de nuestra conducta, aun a pesar de cualquier resistencia instintiva o deliberada.

Ese primer bagaje moral no es el mismo para todos y nunca podría serlo, porque en el transcurso de su existencia cada cual va agregando y sacando lo que quiere y lo que ya no quiere. También están los que deciden sustituir su contenido original por otro y quienes en un momento dado lo empeñan con intención de recuperarlo después. Lo que no es posible para nadie es deshacerse de él. Por mucho que alguno lo intente, difícilmente logrará su propósito de vivir sin valores, positivos o negativos, porque estos son los que definen cómo somos, actuamos y vivimos.

Si el contenido de tal acervo moral son la verdad, la justicia, la bondad y la belleza, es justo durante la adolescencia cuando más sentido tienen, porque representan todo lo que deseamos, adornan nuestras más elevadas aspiraciones, con ellos dibujamos el mundo en el que planeamos vivir en el futuro, seguros de que será distinto e incomparablemente mejor que aquel en el que nos ha tocado crecer y contra el que protestamos, porque nada es como pensamos que debería ser.

El tiempo se encarga, un día sí y otro también, de arrancarnos el candor desplegando la realidad en sus más crudas expresiones. Sin necesidad de leer a los filósofos (aunque siempre es mejor leerlos), nos percatamos de la fragilidad de los pilares que soportan la maqueta del mundo ideal que diseñamos años atrás. Lo dice Heidegger en Caminos de bosque, a propósito de su interpretacion del nihilismo de Nietzsche, y que, al margen de esa disquisición, cito aquí: «Pero los valores supremos ya se desvalorizan por el hecho de que va penetrando la idea de que el mundo ideal no puede llegar a realizarse nunca dentro del mundo real. El carácter vinculante de los valores supremos empieza a vacilar».

La memoria se agita frenéticamente ante el significado de esas palabras que golpean como puños. Contemplamos nuestra hermosa maqueta hecha pedazos. El adulto que ahora somos siente de nuevo aquel descontento y la necesidad de hacer algo, pero ya no del modo romántico e irresponsable de antes. Esta vez, consideramos participar activamente, lo que exige disciplina y compromiso. Rehacemos la maqueta con las mismas piezas y recobramos la autoconfianza.

Quien cree en sus valores y está dispuesto a defenderlos, sabe que puede abocarse a ello de muchas maneras. Quien entiende que participar activamente equivale a involucrarse en los asuntos públicos, en lo que concierne a la comunidad, casi siempre elige hacer política. Enarbolando los valores supremos, el activista, el aprendiz, el aspirante a líder político libra sus primeras batallas en el fuego cruzado de las ideologías, los discursos, los símbolos, la militancia, las luchas sociales, el sempiterno antagonismo, inmerso en la adrenalina de las muchedumbres que a partir de entonces se convierte en su otra fuente de energía vital. Se mueve en la calle como en un escenario, donde afina sus habilidades para la elocuencia en procura del apoyo de las masas, hasta que en una esquina Sócrates le sorprende con que «lo natural es que el que tiene necesidad de ser gobernado vaya en busca del que puede gobernarle, y no que aquellos cuyo gobierno pueda ser útil a los demás supliquen a éstos que se pongan en sus manos» (Platón. La república, Libro VI).

Sin embargo, en los tiempos modernos, no es así como se desarrolla la praxis política. Las adhesiones a las ideas dependen de la propaganda política y ésta, gracias a los medios de comunicación y a las redes sociales, alcanza su mayor nivel de difusión en la campaña electoral cuya finalidad es incrementar el número de votos (Aranzazu Capdevila Gómez. El análisis del nuevo discurso político). De modo que aquellos valores tan caros, bordados con primor en la adolescencia, se ofrecen ahora en un paquete de promesas que, por lo general, no son más que ficciones, y las masas los reciben con las mil manos de su esperanza irreductible. Pareciera que dan a Nietzsche la razón cuando, en el ensayo “Verdad y mentira en sentido extramoral”, dice: «… el propio hombre tiene una tendencia invencible a dejarse engañar, y parece feliz y contento cuando el rapsoda le recita leyendas épicas como si fueran ciertas o cuando un actor que interpreta el papel de rey se muestra más majestuoso que un monarca auténtico».

Dudo de que las masas se dejen engañar. Me inclino a pensar que se muestran abiertas a las promesas, no porque crean en quienes las ofrecen, sino porque han aprendido a encararlos cuando les mienten, en una forma de protesta que desprestigia al oferente. Por su parte, éste probablemente haya leído a Weber y se haya visto en el espejo de La política como vocación: «Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder ‘por el poder’, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere».

Así que superados los prejuicios, se presenta como “un político que vive de la política” y admite con toda naturalidad que es el poder lo que persigue, sin revelar o acaso edulcorando sus verdaderos fines, mientras construye el baúl donde tarde o temprano arrumbará aquel bagaje moral con que salió a enfrentar el mundo en su juventud. Lo que nunca podrá meter ahí es la memoria de lo que le indujo a creer que si lograba agenciarse una cuota cualquiera de poder, por mínima que fuere –una concejalía, una alcaldía, una gobernación, un escaño en el Parlamento– podría remediar las falacias y las injusticias que abundan en su entorno. Mas no porque prefiera atesorar esa memoria, sino porque no siendo más aquel que fue, no puede impedir que ella sea el único apuntador de su conciencia, en un tiempo y lugar donde el poder que ahora detenta no le basta para satisfacer sus ambiciones y ya ni siquiera cree que sea necesario transformar el mundo.

Cabe preguntarse acerca de nuestros políticos de hoy en día, parafraseando a Nietzsche, ¿quién de ellos soportaría una biografía verdadera?

@lilianafasciani

 


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