En virtud de ese extraño y nunca suficientemente explorado continente humano conocido con el genérico nombre de memoria, el hombre ha logrado, gracias a ingentes instrumentos y herramientas de variada índole tecnoética, salvaguardar datos, símbolos, signos, grafías de extrañas como diversas etiologías y recuperar para su presente la frescura de un trazo, una línea, una imagen preservada en el fondo oscuro de una gruta o bien en una olvidada pared de barro de las ruinas arqueológicas de Tombuctú o un inexplicable trazo dejado por un anónimo visitante espeleólogo a la Cueva del Guácharo. Siempre, indefectiblemente, la memoria vuelve por sus fueros, cuando menos esperamos regresa a por sus legítimos derechos a ser recordada. Dicen que el hombre es un animal que recuerda, más aún; hay quien sostiene que somos “recuerdo” hecho memoria, es decir, de acuerdo con la etimología de la palabra “recordar” que proviene del latín “recordari” conformado por el étimos re (nuevo) y la desinencia cordis (corazón) quiere decir que si yo le digo a alguien que te tengo en mi recuerdo, más que querer decirle que lo tengo en mi memoria le estoy diciendo que lo llevo en mi corazón. Por siglos, hasta hoy se creyó que la sede de la memoria residía en el corazón; de allí que recordar a alguien significa volver a traerlo a nuestro más vivo y palpitante presente a través del corazón. No se puede querer lo desconocido, lo no aún querido no puede ser recordado por las fuerzas vehementes de la pasión evocatoria. Recordar es volver a traer al presente un pretérito que creíamos literalmente olvidado. Evoco luego me reconozco en el albur de mi memoria en virtud de alguna sobrevenida contingencia social e individual, en fin, humana.


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