Para nadie es un secreto que el contexto internacional ha sufrido cambios mayúsculos en los últimos treinta años. En la evolución posterior a la implosión de la Unión Soviética pasamos de un mundo unipolar a muchos intentos de multipolaridad, que se solapan con las guerras comerciales entre una superpotencia y la mayor economía emergente. Las dinámicas parecen empujarnos a una suerte de nueva guerra fría, pero en un mundo tan interdependiente como el actual, resulta difícil tal bifurcación. Al mismo tiempo, el mundo que dio origen al sistema multilateral, sea a través de la Carta de San Francisco o de los acuerdos de Bretton Woods, y que diseñarían un mundo basado en normas aceptadas por todos los Estados, ya no existe. Las instituciones como la ONU o la misma OMC, heredera del GATT, se han hecho pesadas, difíciles de manejar. Con una membresía que nada tiene que ver con los países que las crearon, arrojan cada vez menos resultados tangibles y hacen muy difícil, a ratos inoperativa, una gobernanza mundial.

Aunado a lo anterior, tanto las disrupciones generadas por el COVID como la invasión a Ucrania por una Rusia desafiante, vinieron a sumarse a las ya crecientes tensiones geopolíticas, y a una mayor fragmentación del mundo en medio de un auge de autoritarismos poderosos.

Ante esto, y como una suerte de antídoto, las relaciones internacionales se reinventan en unos escenarios donde conviven múltiples actores, capas de relacionamiento y sectores.

En los últimos años, ha ido surgiendo todo un enjambre de acuerdos de reducido espectro, informales por su naturaleza, y sumamente flexibles. Se trata de los minilaterales. Si hace poco más de una década ya habíamos visto la creación de foros de debate y posibles acuerdos por talla económica como el G-20, que aglutina a las economías más grandes y el 80% del PIB mundial, o de países emergentes como los BRICS cuya influencia a nivel mundial ha sido innegable al contar con la segunda y la quinta economías mundiales entre sus miembros, en la actualidad vemos cómo surgen arreglos internacionales entre países en apariencia disímiles o en todo caso lejanos geográfica y políticamente.

Ello es posible porque el mismo hecho de que no estén sujetos a un cuerpo normativo o una arquitectura institucional (o a acuerdos y tratados internacionales que son firmados por los gobiernos y ratificados por los parlamentos) sino por una agenda de intereses, les permite abordar distintas materias en las que puedan coincidir, a la vez que desentenderse de aquellos temas que no formen parte de su marco referencial de trabajo. Tal flexibilidad les permite enfocarse en aquellas áreas en las que es más probable conseguir consenso y espacios de acción común, y de esta manera seguir avanzando. El acercamiento informal puede, además, enfocarse en distintas materias de política internacional, que según hemos podido constatar, van desde asuntos limítrofes a asuntos relativos a la seguridad territorial o geopolítica, al comercio, la cooperación, o incluso la energía o la tecnología. Si bien el formato no es del todo nuevo –recordemos ASEAN como modelo precursor regional–  su cada vez más extenso uso sí lo es.

Además, estas coaliciones minilaterales son normalmente negociadas por un número reducido de países entre sí: tres, cuatro, o a lo sumo cinco países. Y  si se trata, por ejemplo, de coordinar posiciones en relación con un producto específico, ese grupo reducido de países puede lograr un máximo de efectividad sin necesidad de constituir una organización con sede, secretaría, acuerdo marco y otros asuntos limitantes. Es lo que proponen en América Latina, por ejemplo, Argentina, Bolivia, Chile y México con la creación de una coalición de países productores de litio, en contraposición con una OPEP cuya estructura corresponde al mundo del plurilateralismo convencional. Los entendimientos informales impulsados por las voluntades políticas de quienes los impulsan se apoyan en las ya conocidas estructuras normativas creadas a través del multilateralismo, sin necesidad de reproducirlas.

Lo lamentable, es que mientras el mundo avanza, y se desarrollan nuevos polos y nuevas formas de relacionarse internacionalmente, Venezuela sigue empecinada en quedarse atrás, o aún peor, en retroceder a estadios del siglo de las montoneras.

La miope dirigencia política actual insiste en apostar a la ideología y los trasnochos norte-sur, a las alianzas del mundo en desarrollo del pasado como el Movimiento de los No  Alineados y la retórica tercermundista, aderezada con algo de exportaciones y contrabando de productos básicos, provenientes, sobre todo, del crimen organizado.  Nada que implique el uso del cerebro está en su lista de prioridades. Mientras, en la era del conocimiento, los Estados intercambian sobre todo tecnologías (que no son otra cosa que productos con un altísimo componente de conocimiento), valoran su recurso humano, lo forman e intentan captarlo de otros mercados, y se esfuerzan por preparar a sus ciudadanos para participar con éxito en este mundo de nuevas complejidades.

Venezuela, en cambio, no sólo sigue expulsando de su territorio a millones de connacionales, sino que insiste además en ser uno de los 40 Estados bajo investigación en la ONU –junto a China, Rusia, Myanmar, Siria, Libia, Nicaragua, Bielorrusia o Yemen– a través de los mecanismos de investigación del Consejo de Derechos Humanos, o a través del  monitoreo de la Oficina del Alto Comisionado, y se molesta cuando uno u otro le señalan que continúa decreciendo el espacio cívico, que siguen utilizando las fuerzas de seguridad el Estado arbitrariamente para apresar opositores o personas percibidas como tales, o que siguen violando el derecho a la libertad de expresión y opinión. Quienes siguen aferrados al poder en Venezuela, se molestan cuando le señalan que han cometido crímenes de lesa humanidad y se confirma que en Venezuela no hay administración de justicia, y el fiscal de la CPI les confirma que aunque sigan tratando de obstaculizar el proceso de investigación, los responsables serán enjuiciados internacionalmente por crímenes penales.

A esto parece reducirse su política exterior. Apuestan al olvido y al desgaste del sistema multilateral, apuestan a la inoperancia de la gobernanza mundial, y no parecen darse cuenta, o no quieren admitirlo, de que el mundo los dejó de lado, que, gracias a su indolencia, en la era de los minilaterales, Venezuela es hoy parte de la marginalidad mundial.


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