Para cualquier observador en el planeta, la situación de seguridad planteada en Europa a raíz de la movilización militar en la frontera este ucraniana pareciera haber colocado a Occidente en un callejón sin salida frente a los ímpetus incontenibles de Vladimir Putin.

Ya todos lo saben, al jefe del Kremlin lo ha obsesionado siempre la idea de recuperar el sitial y respeto de lo que un día se conoció como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Y bien está claro que, al margen de ese caprichoso objetivo, si se quiere inalcanzable, existe el convencimiento general de que sí ha logrado al menos restaurar el estatus de Rusia como potencia global y actor estratégico de la escena mundial. Los hechos hablan por sí solos.

Con independencia de su respetable arsenal nuclear heredado del imperio soviético – que desde tiempo atrás perdió su poder disuasivo por aquello de la destrucción mutuamente garantizada – es muy probable que en medio del forcejeo diplomático actual, el gobierno ruso esté jugando una partida de póker con una mano no tan buena como quieren hacer ver Putin y sus altos representantes, y  la que pretenden intimidar y forzar acciones de su contraparte que respondan a sus intereses geopolíticos vitales. Eso no significa en modo alguno que no se produzca una invasión.

Importante es saber entonces hasta dónde pueden llegar las apuestas de los dos bloques en pugna.

Evaluando un poco la situación, tal vez lo primero que hay que considerar es que, en esencia, el epicentro del conflicto se localiza en lo que se conoce como el patio trasero o frontera próxima de la Federación Rusa.

Para el apreciado lector que no esté familiarizado con el tema, cuando la Unión Soviética se desintegró a finales de 1991, surgieron como naciones soberanas e independientes (de norte a sur, en Europa del este): Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia. Un poco más al este, en el Cáucaso meridional (Eurasia): Georgia, Armenia y Azerbaiyán. Y ya en Asia Central: Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán.

Cada uno de esos territorios, y en este caso particular Ucrania, es considerado por Putin como su frontera próxima, es decir, esa zona geográfica que ha de estar bajo la influencia permanente de Moscú, atendiendo al sagrado“ principio histórico de la seguridad nacional rusa”. En otras palabras, conservar espacios intermedios entre el territorio ruso y los países miembros de la OTAN, siempre considerada como la mayor amenaza potencial.

Si nos remitimos estrictamente a Europa y a la dinámica que ha marcado su historia a partir del colapso de la Unión Soviética en 1991, se constata fácilmente que son más los avances de Occidente en su reposicionamiento geopolítico, que los objetivos logrados por el Kremlin en defensa del arriba mencionado principio histórico de la seguridad nacional rusa, un propósito ambicioso que para algunos analistas contrasta enormemente con las reales capacidades y potencialidades materiales rusas.

La evolución que ha mostrado la OTAN en ese período nos da mayores pistas: incorporación a esa organización de Hungría, Polonia, Bulgaria, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Croacia, Albania, Montenegro y Macedonia del Norte; todos estos territorios anteriormente bajo la órbita comunista soviética, y que hoy día representan la expansión de Europa hacia el este, preocupación existencial de Rusia. Además, de estos países tenemos a Estonia y Letonia que comparten peligrosamente fronteras con la Federación Rusa. Otra razón más que alimenta el nerviosismo de Moscú.

Por otra parte, es importante identificar a la Bielorrusia de Lukashenko, títere de Putin, y a Ucrania bajo la presidencia de Zalenski, aliado de Occidente, y aspirante a formar parte de las filas de la OTAN.

El cuadro anterior revela que solo Bielorrusia y Moldavia (al sur de Ucrania), se presentan como los únicos Estados tapones entre la Federación Rusa y la Europa democrática; balance que desde el punto de vista geopolítico deja por mucho en una situación de superioridad a la Alianza Atlántica, sobre todo si consideramos la inmensa pérdida de territorio e influencia de la Rusia de Putin como heredera de la extinta Unión Soviética.

Entonces nos preguntamos: después del gran avance del club de la Alianza Atlántica hacia el este a lo largo de los últimos 30 años, ¿Está la OTAN dispuesta a dar una respuesta militar contundente en el escenario de una intervención de las fuerzas armadas rusas en territorio ucraniano? Más concretamente, y muy asociado a la primera interrogante, que es lo que realmente preocupa a Putin: ¿Cuál será el carácter del compromiso que asumirá Washington en respuesta a la eventualidad de un desenlace militar? De la contraparte: ¿Estará dispuesta Rusia a asumir los altos costos políticos, militares y económicos de una intervención en caso de que sus demandas sobre garantías de seguridad no sean atendidas? ¿Es lógico pensar que Putin pueda retractarse ante las amenazas de Occidente después de haber invertido cuantiosos recursos en el despliegue militar a lo largo de las fronteras con Ucrania? Y de cara a su país ¿estará dispuesto Putin a abandonar su empresa militar ante la mirada escrutadora de una sociedad que cada día lo cuestiona más?

Por supuesto que la cara de póker rusa no convence a Occidente y es seguro que las demandas sobre garantías de seguridad exigidas por Rusia no serán atendidas. Esto quiere decir, entre otras cosas, que la OTAN no cederá en su objetivo de seguir expandiendo sus fronteras hacia el este, ni tampoco retirará de los territorios aliados infraestructura ni personal militar, tal como lo exigió Moscú, por ejemplo, respecto a Rumania y Bulgaria.

Esto lo ha sabido Rusia en todo momento, así como Occidente ha sabido que la decisión política del Kremlin de invadir Ucrania ya fue tomada desde hace mucho tiempo. La continuación de este impasse ya pareciera haber sido revelada por muy diversas fuentes que dan por un hecho la incursión de las tropas rusas en territorio ucraniano.

Moscú asumirá los costos políticos, militares y económicos de su empresa, bajo el cálculo de un tímido y limitado apoyo militar de la OTAN que no contará con el aporte de tropas de los Estados Unidos. Después de todo, no existe acuerdo alguno que obligue a Washington a prestar apoyo militar directo a Ucrania, y Rusia descansa en un sistema internacional caracterizado por una siniestra multipolaridad, con aliados como China e Irán que le otorgan un margen importante de flexible desacoplamiento respecto a su indeseable contraparte occidental.

De nuevo, las sanciones de parte de Occidente serán la respuesta básica ante la investida rusa, y así lo hizo saber el presidente Joe Biden en una de sus últimas intervenciones sobre el tema, en la que se refirió a una “respuesta económica severa y coordinada” discutida en detalle con los aliados europeos.

Las fuerzas de defensa ucranianas tendrán que soportar el chaparrón y convertirse eventualmente en un factor de resistencia prolongada que pueda evitar una victoria fácil del ejército ruso, propiciando su desgaste en el tiempo. Ese es más o menos el análisis que impera en las salas situacionales de la Casa Blanca y que seguramente implicará un esquema de ayuda de la Alianza Atlántica que pudiera incluir, entre otros, sistemas de defensa aérea y marítima, sistemas de guerra electrónica y ciberdefensa, y pertrechos militares en general, así como la ampliación de asesoría militar y técnica.

En estos momentos, Rusia tiene la pelota en su cancha, solo a la espera de una respuesta definitiva y por escrito sobre sus demandas ya de antemano conocida. Por su parte, la OTAN jugará sus cartas en medio del dilema de no llegar a hacer lo suficiente y necesario para evitar que el precedente que habrá de crearse genere incursiones posteriores de las fuerzas rusas en un espacio geográfico que tanto le costó conquistar y que Rusia reclama apegada a su historia.

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