Vale la pena aproximar los melodramas al humor. Ambos, en gran medida, tuercen la realidad para crear un golpe de efecto que termina en la risa o en la tristeza. Ambos tienen que estar muy bien contados para lograr su cometido. Y ambos, si se cumple lo anterior, tienen una carga más o menos subterránea de sabiduría que los trae a la memoria cada tanto. Pedro Almodóvar, en su obra, ha tenido la audacia y la inteligencia de combinar con singular éxito el humor con el culebrón en dosis distintas según el periodo y la obra en cuestión. Con el paso del tiempo, eso que llaman la madurez, el componente más serio se ha ido adueñando de su filmografía, engarzado en –precisamente- el camino necesario para la madurez: el paso del tiempo, ya muy presente en su anterior Dolor y gloria de 2019.

Madres paralelas habla de la memoria, que aborda en dos planos, el colectivo y el individual. Ambos se funden en ese sacudón histórico y existencial que fue la Guerra Civil y su consiguiente dictadura y la búsqueda de las tumbas anónimas y la necesidad de recobrar sus identidades abren y cierran el film. Pero la trama no tiene que ver con este telón de fondo, que sin embargo la aviva. Porque la historia individual tiene todos los ingredientes del mejor de los melodramas: madres abandonadas, entrecruzamiento de identidades, familias que se unen y se repelen, con su cuota de muertes inesperadas, separaciones y reencuentros varios. Porque la memoria está atada a ese otro gran protagonista de la película: la identidad, casualmente perdida en una de las tantas vueltas de tuerca del comienzo pero recuperada en la primera hora de película para dar pie al drama verdadero.

Las madres paralelas del caso, una adolescente y una cuarentona, viven sus distintas etapas con diferencias que se atenúan cuando, casualmente entrecruzan su maternidad. El asunto, sin embargo, es que la vida nueva no puede en la España actual, por mucho tiempo que haya pasado, obviar la sanguinaria memoria colectiva. Porque la novedad de la vida inevitablemente esta tenida por el pasado colectivo, verdad de Perogrullo, que por olvidada, necesita ser contada una y otra vez. Y la gloria de la película está en la forma en la cual Almodóvar, hábil prestidigitador, nos sume en una trama que no resistiría un test de verosimilitud. Pero no tendría sentido hacerlo. La historia de un antropólogo forense que al mismo tiempo es el disparador de una de las historias, cambia su signo. Ya no es el que desentierra el pasado sino el que precipita uno de los futuros, al tiempo que desentraña el otro misterio, el misterio paralelo.

Extraño y muy virtuoso entrecruzamiento de pasado con presente el que propone Almodóvar. Porque el pasado que se busca recuperar, y que sobrevive como verdad que al final se desentierra, viene a regar un presente igualmente incierto. En virtud del melodrama, no hay una sola madre, hay madres múltiples y paralelas que se interrogan sobre el pasado. El pasado inmediato, que remite a la vida y a la identidad del padre, pero también el pasado cada vez más lejano, en una carrera contra el tiempo, antes que los dolientes mueran con un misterio sin resolver. Ambos pasados pugnan por encontrar la verdad, porque es el prerrequisito de la vida, o por lo menos de una vida libre de misterios tortuosos que la corrompan.

Sin duda se trata de una obra de madurez, lejos del humor que permeaba a través de buena parte de su filmografía. También es una película nostálgica, no en el sentido de sonar por un pasado sino en el sentido de penar con él por habernos acompañado durante tantos y terribles años. El pasado, dice la película, esta lejos de estar muerto. Vive, relata, y denuncia. Por eso, su exploración tiene que ser un melodrama, con ribetes inverosímiles, como la vida misma.  Es el pasado, o la búsqueda de él,  lo que permite que la vida nazca y siga su curso, por meandros insospechados. Un film imprescindible. Está en Netflix.

Madres paralelas. España.2021. Director Pedro Almodóvar. Con Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde, Aitana Sanchez-Gijón.

 

 

 

 

 

 

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