«Subimos a esa montaña y desde allí se ve el Lago de Maracaibo» dijo Carlos Contramaestre con tanta autoridad y certeza que terminamos por aceptar su proposición de convertirnos en montañistas aquella Semana Santa que pasábamos en la casa pensión de doña Maximina, la madre de Contramaestre. Valera vio nacer a Adriano, y en cada oportunidad que se nos ofrecía dejábamos en paz a Caracas y nos íbamos con él a Valera y recorríamos el estado Trujillo. Llegamos a alternar con viejos amigos de Laudelino Mejías y saludábamos a Ramón Palomares en Escuque.

En Trujillo, mientras tomábamos cerveza exaltamos la memoria de Laudelino y unos viejos campesinos se acercaron: jóvenes, ustedes están hablando de Laudelino y se sentaron a nuestra mesa, bebimos y uno de ellos dijo que Laudelino era feo, pero dulce y comentaron que si bien Rusia tenía a su Rimsky y a su Korsakov, Trujillo tenía a Laudelino Mejías ¡y aplaudimos!

Formábamos en Valera un grupo de muy alto nivel de afecto y amistad: Adriano, Contramaestre, Gonzalo Castellano, el joven arquitecto que dejó este mundo a temprana edad; Luis García Morales, Alfonso Montilla, yo mismo y se agregaban algunos trujillanos Gonzalo González León, Argimiro Briceño León, respectivamente, hermano y primo de Adriano, Ramón Palomares y a veces Alfredo Chacón, José Lira Sosa, Marcos Miliani…

Con Alfredo ocurrió que en días de Carnaval a la hora del almuerzo estaba sentado a la mesa de doña Maximina y ella consideró que estaba muy flaco y desnutrido y debía comer más de lo que se había servido y con sus manos agarró un buen trozo de carne del hervido y lo puso en el plato. Alfredo miró la mano de doña Maximina, miró el trozo gordo de carne, fijó sus ojos en mí,  desconcertado, y solo alcanzó a decir: «¡Carnestolendas!».

Aquella mañana decidimos ver el lago desde la cumbre de la montaña. Nos vestimos adecuadamente y compramos una botella de ron para recompensar a nuestros cuerpos agobiados por la posible fatiga que provocaría el ascenso o para protegernos del frío. No hubo necesidad porque entre Carlos y Adriano se bebieron la botella mientras subían y se quejaban constantemente del castigo que significaba escalar la montaña.

Mientras ascendíamos, sofocados y jadeantes, Gonzalo recogía unas hermosas y pequeñas flores silvestres parecidas a las orquídeas, pero calculamos mal el tiempo y se nos hizo de noche antes de poder contemplar a nuestro antojo el prometido lago. No nos atrevimos a dar un paso más por temor a los abismos que podían estar en las cercanías ocultos por la densa oscuridad. Buscamos un precario abrigo debajo de unos arbustos. Fue cuando Gonzalo preguntó con evidente candidez qué hacía con las diminutas orquídeas recogidas en el camino y Adriano, nervioso al constatar que estábamos perdidos, vociferó en el vos trujillano: «¡Botá esa vaina, piazo é coño!», lo que ocasionó un airado rencor en Gonzalo, molesto porque Adriano lo ofendió llamándolo «piazo», es decir, no le dijo «pedazo», no lo  trató con la total integridad que merecía.

Todos en una como en ¡Fuenteovejuna, Señor!, los novatos montañistas angustiados comenzaron a gritar: «¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos¡», y solo respondía el cercano ladrido de unos perros. Mientras gritaban, yo agregaba sottovoce, en voz baja y oculta para que pareciera un grito distante: «!Eso les pasa por pendeeejos!» alargando la vocal como si estuviera en la ópera. En eso comenzó a llover y el grupo buscó unirse aún más para defenderse de la lluvia. Contramaestre advirtió que si tocaban algo duro en él no era ninguna culebra y a Montilla se le ocurrió «hacer aguas mayores» muy cerca del grupo. «¡Usted sí tiene bolas, amigo!», le dijo un Adriano enfurecido.

¡Amaneció! Emparamados y muertos de hambre y de frío advertimos que, en efecto, estábamos en el borde de un precipicio. ¡Uno o dos pasos hacia adelante y habríamos muerto!

El hermano de Adriano era importante miembro de la Legislatura valerana y comunicó a la Policía Municipal y al Cuerpo de Bomberos que su hermano y unos intelectuales de Caracas estaban perdidos en la montaña. ¡Se movilizaron y se produjo un gran revuelo en todo Valera! Preguntaron a los campesinos si sabían algo y los campesinos dijeron que nos habían visto pasar cuando «la Luna iba a medio cielo». Al saber que habían hecho referencia al caminar de la Luna quedé asombrado por la altura poética del habla campesina de aquel lugar. Valió la pena, me dije, el esfuerzo de unos intelectuales disfrazados de montañistas que no alcanzaron la cumbre, pero descubrieron o constataron que los campesinos de aquella azulada montaña se expresan mejor que muchos poetas que conozco.


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