La lucha por el Estado de derecho se remonta en América Latina a los mismos años fundacionales de sus repúblicas. Sin embargo, ha sido una empresa ardua e inagotable. Alguna sociología positivista incluso nos condenó a una realidad, en palabras de Carlos  Fuentes, “inhumana, retrógrada y autoritaria”, donde la dictadura y los autoritarismos constituirían la regla, y el mundo de la libertad y la democracia la excepción. En otras palabras, el “gobierno de los hombres”, el reino del despotismo y la arbitrariedad, se sobrepondría como una fatalidad al “gobierno de las leyes”, donde el poder se enmarca y es limitado por el derecho.

Afortunadamente esta dura realidad ha comenzado, lenta pero vigorosamente, a cambiar. El Estado de derecho empieza a valorarse como un concepto positivo y necesario, un componente irrenunciable de la experiencia democrática, una conquista civilizatoria, garantía y producto de un desarrollo con rostro humano. Así, hemos llegado a la conclusión de que sin la institucionalización del Estado de derecho los logros democráticos siempre serán frágiles y precarios.

Signos alentadores de la nueva situación lo constituye la mayor conciencia de la importancia del Estado de derecho como un concepto capital de la reforma del Estado, y la necesaria jerarquización del Poder Judicial, que había permanecido como el “pariente pobre” , un poder secundario y relegado dentro del sistema de distribución de poderes del Estado. Al unísono, la lucha por los derechos humanos no ha convencido de la necesidad de fortalecer un orden objetivo que proteja y fomente la carta de derechos y sus correspondientes garantías establecidas en la Constitución, y su percepción no como meras entelequias sino como valores y principios por los que vale la pena luchar. En síntesis, hemos aprendido a valorar el Estado de derecho como requisito insustituible de la democratización de nuestros sistemas políticos. Como lo ha puntualizado el tratadista español Elías Díaz, “cuando el Estado desconoce y desprecia su propio derecho, surge la arbitrariedad y se instaura la total inseguridad para los individuos y la sociedad”.

El Estado de derecho, recalco, sirve a valores, y para los que nos nutrimos del humanismo cristiano ello incluye necesariamente tanto la jerarquización de la eminente dignidad de la persona humana, como la justicia social. Así, el “Estado social y democrático de derecho” ha irrumpido como un principio constitucional de suma relevancia  frente a las peligrosas embestidas no solo del socialismo autoritario, sino también de la nueva derecha neoliberal. Como lo señaló en su momento Paulo VI en su asombrosamente actual encíclica Populorum Progressio, “el desarrollo integral del hombre no puede  darse sin el desarrollo solidario de la humanidad (…) y el libre intercambio solo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social”.

No soy pesimista; pese a todos los avatares nuestros países han avanzado en la conciencia de la relevancia del Estado de derecho para el vigor y fortaleza de nuestras democracias, el poder normativo de la Constitución y el sometimiento del poder a los dictados del imperio de la ley, pues así como el poder constituyente del pueblo crea la Constitución, esta debe convertirse en el marco normativo que impida el despotismo de los gobernantes , al encauzar sus acciones y decisiones a través del derecho.


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