Desde el título, Dirección opuesta busca ser una película a contracorriente del cliché de cine venezolano, de realismo social, logrando su cometido con creces, al adaptar la novela de culto de Eduardo Sánchez Rugeles, Blue Label, reconocida por su aguda traducción de las ansiedades de la generación del milenio en Venezuela, ante los traumas de la crisis, el ascenso del populismo del siglo XXI y la diáspora.

El filme asume el reto de traducir la historia original al idioma de las imágenes de movimiento, contando con un reparto de jóvenes talentos y veteranos curtidos en las batallas de las tablas, delante y detrás de las cámaras del realizador, Alejandro Bellame, quien deviene en una de las firmas más confiables del patio criollo, amén de los éxitos de crítica y taquilla de títulos como El tinte de la fama y El rumor de las piedras.

Entre el ruido decembrino y la competencia dura de los tanques de fin de año, Dirección opuesta ofrece una muy digna resistencia al narrar una aventura de origen, una trama romántica con visos de drama y comedia, bajo la inspiración de códigos de circulación internacional como la road movie.

Una pareja emprende un camino de huida, a modo de reencuentro con su pasado y descubrimiento de un presente diferente, con destino incierto.

En el trayecto, la historia de dos se convertirá en la de tres, con la llegada de un secundario divertido, que funciona como desahogo.

Grosso modo, el casting es un acierto y los intérpretes cumplen la misión asignada de brindar credibilidad, frescura y espontaneidad a cada uno de sus papeles.

Mención especial para Claudia Rojas, Christian González y Erick Palacios, que se comprometen con sus roles, dotándolos de carisma e incorrección política, a través de su malestar deslenguado.

Los personajes sufren diversos conflictos, por sentirse desterrados en su propio país, incomunicados e incomprendidos. Hay una enorme brecha que los separa de profesores, padres, representantes, políticos y referentes de la vieja guardia, al punto de marcar un cisma frente a los modelos y mapas culturales que les inculcaron de niños.

A propósito, la cinta consuma un ritual, visible en una de sus mejores secuencias, donde los chicos hacen una fogata con “los clásicos” y los “hitos” del cine nacional, en un gesto necesario de ruptura y autocrítica, cuyas flamas alcanzan a la propia obra de Alejandro Bellame, al estilo de los chistes internos de la posmodernidad y de la nueva ola francesa.

Por momentos, el largometraje restaura el espíritu disruptivo de los primeros trabajos de Godard y Truffaut, en el sentido de saber comunicar los problemas existenciales de los chamos de clase media, generalmente subestimados y caricaturizados por la industria vernácula.

Atención con la fotografía de Alexandra Henao, que pasa de un sólido registro intimista a una contundente paleta de colores en exteriores.

La cámara radiografía el clima y la atmósfera de una tragedia que elude los tintes de la falsa construcción épica de los últimos años.

Como Piedra de mar de Pancho Massiani, la novela de Rugeles consiguió expresar el desencanto y la melancolía de un sector adolescente de la nación, a partir de sus modismos, sus intereses y sus lugares enunciativos.

Los personajes hablan como los estudiantes del Colegio San Ignacio o de los liceos de Caracas, humanizando el retrato del típico sifrino, que quedó encasillado por la imagen de los patoteros y marihuaneros de los ochenta, a la usanza de los secuestradores de Cangrejo.

Uno de los complejos de la izquierda caviar, que ocupó la escena del cine comercial, fue burlarse o condenar a los “pavos” de otrora, metiéndolos en el cajón de sastre de la llamada “generación boba”, acuñada por ídolos rotos como el doctor Chirinos.

Así vimos que hasta la propia Villa del Cine, recuperó semejante estereotipo al estrenar el bodrio de Comando X, dedicada a reafirmar el prejuicio de los “alienados” chicos de la oposición, en plena época del nacimiento del movimiento estudiantil.

De tal modo, los recursos del Estado se distrajeron con el fin de imponer una visión negativa, sesgada y amenazante de una clase media golpista y terrorista.

Dirección opuesta, a diferencia de la óptica alarmista de la demagogia bolivariana, nos propone un retrato coral de una época signada por la nostalgia profunda de los que tuvieron que salir por la frontera, en búsqueda de oportunidades.

La protagonista es metáfora de los que soñaron con evolucionar en su contexto, pero tuvieron que marcharse con recuerdos imborrables que se prenden y se apagan como un encendedor.

Un llama que sigue ahí, como unas brasas que activa el ejercicio de memoria y exorcismo de Dirección opuesta, con la que un público venezolano se identificará y reconciliará con su cine, pues en vez de producir “cringe” o pena ajena, nos invita a reencontrarnos en la pantalla.

A la lista de las imprescindibles del año.

Con una canción de Cayayo en Dermis Tatú, que manifiesta la poesía naturalista y existencialista que encierra Dirección opuesta, sobre una mayoría silenciosa que seguramente se abstiene y prefiere narrarse desde la periferia, desde el ánimo de la cultura alternativa.

Gente viene, gente se va.

Pero el cine venezolano persiste e insiste.


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