Desde hace veinte años, a menudo sin haber recibido la atención que estos hechos merecían y merecen, se ha venido produciendo la destrucción sistemática y despiadada de la estructura industrial venezolana. Los esfuerzos que empresarios, inversionistas, trabajadores, profesionales de distintas especialidades, entidades crediticias y numerosas instituciones del Estado venían haciendo desde finales de la década de los treinta del siglo XX —recordemos que el finalmente fallido Banco Industrial de Venezuela fue creado en 1937— y que hizo posible en las décadas siguientes y con muchas dificultades, crear un tejido industrial básico para el beneficio de Venezuela, comenzó a ser arrasado desde el momento en que Chávez se hizo con el poder.

Basta una somera revisión de lo ocurrido, para que no haya duda alguna de que la destrucción ha sido deliberada. Lo primero: desde el primer día de su mandato, Chávez puso a circular un discurso que alentó las tensiones entre empresarios y trabajadores. Malversando las leyes, creó las condiciones para convertir los centros de trabajo en zonas de permanente conflictividad laboral y social; azuzó a los trabajadores a desconocer sus propias responsabilidades; convirtió a las inspectorías del trabajo en enemigos de los empresarios; más adelante acabó con el recurso imprescindible del contrato laboral, al establecer la inamovilidad laboral. El resultado, como sabemos, ha sido predecible: las tasas de productividad no han cesado de caer, los costos de producción se han hecho cada vez más elevados, la competitividad del sector industrial venezolano ha desaparecido.

No solo se dislocó, en algunos casos de forma irremediable, la convivencia: también se puso en marcha un paulatino y cada vez más feroz cerco a las industrias. Les crearon, como a todas las empresas, obligaciones parafiscales. Se decretaron leyes que obligaron a nuevos desembolsos y que aumentaron los costos de producción. Se establecieron controles de precios, en su gran mayoría, simplemente absurdos, que hacían inviable la producción. Una de las consecuencias del control de cambio, solo una, es que comenzaron a escasear las materias primas y, de inmediato, comenzó la caída de productos terminados. A los industriales se les ha sometido a un perverso ahogamiento: impedidos de producir, porque no les aprobaban las divisas para importar materias primas, tampoco se les permitía reducir de sus nóminas aquellos trabajadores que no cumplían ninguna función.

Pero el asedio a las empresas todavía no ha terminado: se han creado organismos —comisarías— para hacerles la vida imposible. Se ha autorizado a grupos de ignorantes, cuadrillas de milicianos y otras formas del llamado Poder Popular, dirigidas por fanáticos ajenos a la comprensión del hecho productivo, para que fiscalicen y amedrenten a trabajadores, profesionales y propietarios de las empresas. ¿Es posible que se hayan cometido todavía más desmanes en su contra? Sí. Se les ha decomisado mercancía de forma ilegal, se les han abierto expedientes por delitos que no han cometido, se les ha convertido en objeto permanente de extorsión y chantajes de diverso orden.

A todo lo anterior, hay que sumar el largo y nefasto expediente de las expropiaciones. Un estudio de Cedice muestra que el régimen de Chávez y Maduro ha expropiado más de 5.000 empresas. Una parte de ellas han sido industrias, cuyo destino es conocido en el mundo entero: o han sido arruinadas o han dejado de producir o fueron saqueadas y desmanteladas o simplemente fueron cerradas. No hay una, entre miles, que haya producido algún resultado positivo. Ni una.

¿Qué explica semejante devastación? Que fueron instauradas una serie de prácticas, cuyo destino no podía ser otro que el desastre y la quiebra. Se designaron autoridades y directivos a los que se pagaban sueltos y dietas estrambóticas, sin ninguna experticia en la materia industrial. Se destruyeron maquinarias y equipos por impericia y desconocimiento de sus requisitos técnicos. Se perdieron licencias fundamentales para operar, por falta de pago. Se dejó de producir por incumplimiento de las exigencias de planificación y de mantenimiento de equipos y maquinarias. Se engordaron las nóminas, de forma simultánea a la caída de la producción. En una frase: empujaron a las industrias a su total desaparición.

Un balance de esta política del régimen de Chávez y Maduro arroja una conclusión indiscutible: han logrado la destrucción que se proponían. De las casi 17.000 industrias que existían en 1999, en las que más de 70% eran pequeñas y medianas empresas, solo han logrado sobrevivir alrededor de 2.600: menos de 16%. De ellas, menos de 1% son pymes.

A ese pequeño grupo de industrias que ha sobrevivido, perseguidas por la hostilidad del gobierno, la adversidad del entorno —operan castigadas por las fallas en el servicio eléctrico, sin agua, sin combustibles, con suministros de materias primas inciertos y en condiciones de inseguridad extremas— le corresponde afrontar el empeoramiento de las realidades, producto de la conjunción de las políticas gubernamentales y las amenazas de la pandemia.

Quien lea las cuarenta láminas que sintetiza la Encuesta de Coyuntura de Conindustria correspondiente al primer trimestre de 2020 —está disponible en su web— está obligado a pulsar el botón de alarma: la baja en stocks de materia prima, la caída de la demanda, las dificultades para producir, el derrumbe de las exportaciones, la creciente paralización (la utilización de la capacidad instalada en Venezuela es de apenas 18%), así como otros factores de análisis, alcanzan esta proyección: 60% de las industrias que quedan podrían cerrar en el lapso de un año, es decir, antes de abril de 2021. Esto significaría que alrededor de otras 1.560 cerrarían, y que solo alrededor de 1.000 lograrían sobrevivir. A esto nos encaminamos: a un país sin empresas, sin empleo privado, sin producción y sin ningún potencial económico.


Ilustración: Leonardo Rodríguez, IG @leonardo_rodriguez_artist 


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