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De manera intencionalmente discreta y casi subrepticia, oculto al conocimiento de la mayoría de la población, se ha venido sucediendo en Venezuela un fenómeno social gravemente pernicioso.  Sin anuncios y sin mayores explicaciones, la administración Maduro –a través de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones– había clausurado hasta el pasado mes de noviembre casi 80 emisoras de radio, para alcanzar la escandalosa cifra de 233 estaciones de radio cerradas desde el año 2003. De hecho, al menos 332 medios de comunicación han sido clausurados en Venezuela desde ese año. Estas cifras ubican a Venezuela junto con Cuba y Nicaragua como los tres países peores ubicados en cuanto a libertad de expresión en toda la región.

Más allá de ser una muestra de aberrante despotismo político, es importante resaltar por qué la principal consecuencia de esta sistemática práctica es un progresivo y deliberado  debilitamiento de los venezolanos en su relación con los poderosos que les gobiernan.

En su sentido más estricto, la de expresión es una modalidad particular de lo que se conoce como “libertad positiva”, porque supone un elemento crucial de reciprocidad y amplitud para todos los miembros de una sociedad. Pero, además, la libertad de expresión es una herramienta de liberación y fortalecimiento social frente a los poderosos, y un dique de contención a las pretensiones de dominación de los gobernantes.  De hecho, la libertad de expresión irrumpe históricamente como respuesta frente a los absolutismos y despotismos. Es en la Europa del siglo XVII, especialmente en Inglaterra y Holanda, donde aparecen las primeras expresiones de lo que hoy se conoce como “opinión pública”, cuando  la burguesía urbana alfabetizada inicia su papel de fuerza política enfrentada a la nobleza tradicional, la cual responde utilizando los poderes del Estado para reprimir estos avances mediante la censura.

La génesis de la “opinión pública” y la aparición de la libertad de expresión como modalidad distintiva y característica de libertad se fundamentan, siguiendo a Habermas, en la contraposición entre lo privado y lo público. El desarrollo de una sociedad “civil” como genuino ámbito de la autonomía privada, contrapuesta al poder absoluto del Estado es en ese sentido determinante. Aparece un espacio –la sociedad– distinto y diferenciado del ámbito propio del Estado, y el lento proceso histórico de separación entre ambos propicia el surgimiento de la opinión pública y de las exigencias de libertad de expresión.

Así las cosas, es históricamente con la aparición del liberalismo político que se hace posible la existencia de la opinión pública, porque el poder del Estado se ve limitado y sometido al escrutinio de la sociedad civil. La vieja sociedad estamental es sustituida por una sociedad centrada en los individuos, en la que el sistema de privilegios, típico de aquella, desaparece para dar paso a la igualdad formal de todos ante la ley. La relación política se transforma radicalmente como consecuencia del cambio en la titularidad de la soberanía, que pasa del rey al pueblo, del Estado a las personas. De esta manera, el poder ilimitado del absolutismo da paso a un poder limitado y dividido. A partir de ahora, la finalidad de la política será la libertad de los ciudadanos y no la gloria de los monarcas y poderosos. El surgimiento posterior de las ideas de “responsabilidad” y “control” completarán el esquema. Un poder así concebido está obligado a rendir cuentas, a responder de sus actos que, por eso mismo, están sometidos a control. Y aunque ese control es ejercido por otras instituciones sociales y políticas, como el parlamento, es la opinión pública, en un régimen de libertad de expresión como articulador en la formación de ella, el último resorte de esa responsabilidad y de ese control.

Dados su origen y evolución histórica, parece ahora claro por qué la libertad de expresión constituye un contrapeso a los  poderes hegemónicos: obliga al poder ilimitado a limitarse, y frena las potenciales intenciones del hegemón de extender su dominio sin control, al crear y defender un espacio social de autonomía ciudadana, distinto y diferenciado del ámbito del Estado. No en balde, los regímenes estatólatras ven siempre a la opinión pública como una constante amenaza, e intentan por todos los medios, lícitos o no, restringir, tutelar o domesticar la libertad de expresión.

Los esfuerzos por estimular y defender la libertad de expresión constituyen, entonces, una forma de promover más complejas y modernas concepciones de libertad, que a su vez sean más acordes con las nociones actuales de democracia. Es necesario recordar que las definiciones contemporáneas de democracia ponen el énfasis no solo en la forma de selección de los gobernantes, sino –y sobre todo- en la presencia de los necesarios contrapesos de poder en manos de los ciudadanos. De acuerdo con la literatura actual sobre el tema, lo verdaderamente definitorio y crucial para que un sistema sea calificado con propiedad como democrático, es la cantidad de impedimentos populares para evitar la concentración del poder.

Por tanto, la lucha por la libertad de expresión es necesaria e ineludible, no ya solo por el valor intrínseco de sí misma, sino por el hecho de que ella contribuye a promover en nuestra cultura política una concepción positiva de libertad, que le dé a ésta ultima garantías de permanencia y viabilidad, y la aleje de las concepciones mutilantes que la restringen a un simple permiso del hegemón de turno. Porque una cosa es la existencia de condiciones de convivencia y acomodo institucional que garanticen de manera viable y permanente que la libertad sea ejercida como un derecho innegable y no sometido a ningún supuesto condicional, y otra muy distinta es concebir la libertad como un conjunto de expresiones motoras o verbales a las cuales el poderoso les otorga autorización dentro de los límites signados por su conveniencia, capricho o circunstancial generosidad. No es lo mismo un permiso que un derecho, y mucho menos cuando este derecho implica, de manera consustancial, la limitación de los poderes de la clase dominante y la migración de estos poderes al pueblo, sobre el cual descansan, sin trampas ideológicas y atajos discursivos, la soberanía y la legitimidad.

Para los venezolanos, una tarea crucial, desde la perspectiva de la cultura política, es la de generar progresivamente las condiciones actitudinales e institucionales que conduzcan progresivamente a construir estadios más adultos, modernos y maduros de democracia, donde el poder resida y se ejerza efectivamente en y desde la gente, a través del fortalecimiento de espacios sociales ciudadanos que hagan contrapeso al poder del Estado.  Y ese objetivo solo puede ser logrado sobre la base de la defensa y promoción de libertades positivas, entre las cuales la de expresión es la más visible y políticamente transformadora.

@angeloropeza182 

 


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