En un artículo anterior, en esa otra era que fue 2023, hablamos un poco sobre la liberación y qué es sentirse y ser libre. Vimos que prácticamente tenemos la capacidad de transformarlo todo en una cadena, sea esta dorada, cobriza o multicolor, que nos amarra a alguna forma de sufrimiento. En esta ocasión hablaremos del juego y el rol social como ensoñaciones que nos llevan al martirio si no los tomamos por lo que son. No en vano el gran aforista francés François de La Rochefoucauld llegó a plantear: «No hay accidentes, por fatales que sean, de los que no saquen los sabios alguna ventaja; ni accidentes tan prósperos que no puedan los imprudentes convertir en su daño».

Para empezar, es importante que tengamos claro dos cosas: primero, cuando hablamos de la liberación en cuanto a la vida social hacemos referencia, como en otros temas, a entender que, al final, en la vida puede diferenciarse lo genuino y lo real de lo aparente e ilusorio. Segundo, ya que lo genuino y real sí existe, no estamos abogando por el «construccionismo social» del posmodernismo, sino por algo más humilde y sencillo, algo que responda, como dirían los venezolanos, a la cuestión de «¿cómo dejar de ser tan enrollado?».

Habiendo dicho eso, ya podemos entrar de lleno en los matices de nuestro teatro, nuestro juego social. Nuestros ancestros, los griegos, denominaban «persona» a las máscaras usadas por los actores que interpretaban los diálogos de las tragedias. De ahí, nosotros como occidentales, manejamos la noción de «persona» como aquello que aparentamos frente a los demás. Este significado posterior es uno que los antiguos hindúes, aun siendo una sociedad de castas y no de clases sociales, entendieron a la perfección, pues, incluso si aseveraban que cada uno tenía un rol que cumplir por el bienestar común, esto solo era algo contextual. Después de prestado el servicio, había que ver qué hay más allá de la vida social y dar pie a lo espiritual bajo la perspectiva de un ermitaño o un yogui.

El problema de la «persona» es que, con suficiente tiempo, nos puede costar diferenciar la línea entre esa máscara y nosotros. Ante tal dificultad, el teatro deja de ser teatro, el juego deja de ser juego y el valor de nuestras propias vidas se pone bajo el escrutinio de cuanto testigo encontremos. Las expectativas, que han de ser solo referenciales, se vuelven cruces en nuestras espaldas. El peso autoimpuesto se va volviendo demasiado y nos rompe. Ante la grandeza posible empezamos a sentirnos enanos e incapaces: nunca lo suficientemente inteligentes, atractivos o carismáticos para el juez, apartado y distante, que nos mira sin impresión alguna.

En la lucha indiscriminada por la aceptación ajena, que al primero a quien olvida es a la aceptación propia, pueden acogerse virtudes loables como: constancia, disciplina, compasión, entre otros. Incluso uno puede tornarse excepcional, al menos en lo visible, para los demás. No obstante, esto, justo por lo que lo motiva puede transformarse en una compulsión. Algo que se hace en nombre de una ansiedad voraz desprovista de todo disfrute sobre el proceso en sí de hacer o dar. Algo que se acomete en nombre de la desesperación y no del amor.

Detrás de lo comentado, como bien se mencionó, yace una confusión fundamental entre los roles que jugamos en la vida y la efectividad en su ejecución, por una parte, con lo valioso en nosotros indistintamente de las identidades que asumamos, por otra. Creemos, en distintas oportunidades, que somos algo a exclusión de lo demás: hijo, padre, amigo, amante, trabajador y cuanto adjetivo exista; todo aquello que se desvanece al instante en que estamos solos y nos preguntamos quiénes somos.

Cuando nos sentemos en un parque, bajo la sombra de los árboles y acariciados por la brisa, entre los pensamientos que van y vienen como las aves lo hacen, es muy posible que descubramos no solo quiénes somos, sino el valor infinito que tenemos. Entre una cosa y otra hay un espacio, una rendija entre lo que se percibe como «afuera» y lo que se siente como «adentro». Es aquello que todos ven y a su vez no, ese elemento indescriptible mencionado en los antiguos Upanishads de los hindúes, eso somos. Nosotros somos todo lo que está ocurriendo. Esto es lo que realmente somos. Podemos decidir jugar bajo los roles que queramos, pero recordemos que, en última instancia, como dice el proverbio italiano en alusión al ajedrez: «Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja».

@jrvizca

 


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