Anthony de Mello fue un sacerdote jesuita y psicólogo hindú, conocido no sólo por sus libros y conferencias sino además por una singular personalidad que le llevó a ser, como suele pasar en estos casos, tan admirado por unos como criticado por otros.  En una de sus innumerables narraciones escribió el siguiente cuento:

“Por la calle vi a una niña hambrienta, sucia y tiritando de frío dentro de sus harapos. Me encolericé y le dije a Dios: ‘Por qué permites que pasen estas cosas? ¿Por qué no haces nada para ayudar a esa pobre niña?’.

Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche, cuando menos lo esperaba, Dios respondió mis preguntas airadas: ‘Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti».

La lacerante realidad que sufren los venezolanos provoca naturalmente rabia y legítima indignación. El nuestro es el país no sólo con los índices de pobreza de ingreso más elevados de la región sino con el salario mínimo más bajo del continente y entre los más bajos del mundo, menos de 4 dólares al mes; al caos de los servicios públicos se suma una tan galopante como peligrosa deserción escolar y un trágico colapso de los servicios asistenciales de salud. Los migrantes y refugiados ya alcanzan según la Plataforma R4V la cifra de 7,7 millones de venezolanos, aproximadamente 25% de la población del país, y la brecha entre ricos y pobres se sigue ensanchando, al punto de que con un índice Gini por encima de .70, somos hoy el país con la mayor desigualdad económica y social del continente.

Ante datos inocultables como los anteriores, no es entonces casualidad que el estudio PsicoData Venezuela de la UCAB sobre características psicológicas de los venezolanos haya encontrado que 79% de la población manifieste sentir rabia ante la situación a la que hemos llegado como nación. Rabia que es un sentimiento activador y motor, pero sólo si es adecuadamente canalizado. De lo contrario, tal sensación corre el riesgo de no pasar de una simple e inútil explosión catártica.

En una oportunidad, el P. Luis Ugalde alertaba sobre cómo no es un buen médico quien se limita a despotricar y lanzar gritos y maldiciones contra la enfermedad, sino aquel que ve cómo hace para curar al enfermo y aliviar su dolor. De hecho, la mera indignación y la denuncia de la realidad son dos pasos necesarios, incluso para huir del peligro de acostumbrase y aceptar lo malo como normal o natural, pero no suficientes. La denuncia de la realidad, para evitar el riesgo que termine generando una sensación de desesperanza ante la creencia que frente ella nada se puede hacer, tiene que venir acompañada de una propuesta, de una alternativa, de un dibujo ilustrativo y seductoramente convincente de cómo sería distinto. El momento político exige, en vez de una narrativa, una auténtica didáctica. Hay que pasar del lamento, de la queja sobre la situación, a la explicación de por qué la tragedia, cuáles son sus causas y responsables. Darle contenido explicativo al discurso político. Qué se haría de distinto cuando llegue el momento. Cómo se imagina y se describe el futuro posible.

Esta tarea no es sólo de una dirigencia partidista, o de grupos de interés, o de sectores vanguardistas. No nos es permitido delegar en otros la responsabilidad de no dejar perder nuestro país. La tragedia venezolana es de tal magnitud que exige que todos seamos políticos, en el sentido aristotélico de preocupados y responsables por lo público, esto es, por lo que es común a todos. Y una de las tareas de un político es dibujar siempre el futuro posible y deseable, explicar cómo sería distinto y cómo ello es alcanzable, alimentar la necesaria esperanza -motor anímico de la lucha- con el sueño de la tierra prometida, para evitar el desánimo y el abatimiento de sentirse perdidos y sin rumbo en medio del desierto. Y, sobre todo, preguntarse siempre qué nos toca hacer a cada uno, en qué podemos contribuir a aliviar el sufrimiento de nuestros compatriotas, y cómo podemos ayudar, cada uno desde sus particularidades y condiciones, a la liberación democrática del único país que tenemos.

A semejanza del cuento de De Mello, nunca olvidemos, cada vez que nos preguntemos por qué pasan las cosas que vemos, y critiquemos angustiados de donde vendrá la esperanza, que la voz de Venezuela puede estar respondiéndonos: “Yo te  engendré y te hice. Estoy esperando por ti”.

 


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