Esta semana le correspondió a Argentina presentar su cuarto informe ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, para proceder a la evaluación de los derechos humanos en dicho país, como parte del Examen Periódico Universal del cual se encarga el Consejo. El informe presentado por Argentina es un documento insólito, en que se denuncian supuestas violaciones de derechos humanos cometidas por el poder judicial, y en el que se le pide al Consejo que “acompañe” al gobierno argentino en sus esfuerzos por reformar las instituciones judiciales en ese país.

El Examen Periódico Universal es la forma que encontraron los Estados para “despolitizar” -según ellos- la práctica de la antigua Comisión de Derechos Humanos -a la que sustituyó el Consejo-, que cada año examinaba la situación de los derechos humanos en países respecto de los cuales había información fehaciente -proveniente de fuentes independientes- de graves violaciones de derechos humanos. Eso significaba que cada año se examinaba, con cierto detenimiento, la situación de los derechos humanos en un pequeño grupo de países, que podían caracterizarse como dictaduras (de izquierda o derecha), y que, al no producirse cambios en el trato que tales regímenes daban a sus ciudadanos, al año siguiente, normalmente volvían a ser objeto de examen por la Comisión, recibiendo la condena y el repudio de ésta, por graves violaciones de derechos humanos. Como esas tiranías no querían ser estigmatizadas, los Estados convinieron en un nuevo sistema, más amable y bonachón, que los trataría a todos por igual -sin importar si se trataba de democracias liberales o de dictaduras sangrientas-, y que, en ciclos de cuatro años, teniendo como fuente principal informes presentados por los propios Estados, examinará la situación de los derechos humanos en todos los países, con un tiempo tasado de tres horas para el examen de cada Estado. Da lo mismo Islandia que Nicaragua, o Costa Rica que el Congo; es igual si se trata de Luxemburgo o de Cuba; y se dedica el mismo tiempo para el examen de la situación de los derechos humanos en Canadá, que en Irán o en Venezuela. Ahora no hay ninguna condena, como antes la había en la Comisión de Derechos Humanos, sino que basta con las “recomendaciones” de los Estados -a título individual-, sin que haya ninguna valoración del Consejo de Derechos Humanos como tal sobre la situación de los derechos humanos en el país objeto de examen. Ahora, el Consejo de Derechos Humanos es una instancia amigable con los regímenes de cualquier tipo, y hostil a la genuina defensa de los derechos humanos. Ese es el escenario en donde, esta semana, le correspondió presentar su informe al gobierno de la República Argentina.

En un país en el que un fiscal fue asesinado por investigar el atentado terrorista en contra de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), y los nexos de este atentado con agentes iraníes y figuras del gobierno de la época, no es creíble salir corriendo y gritar: “Al ladrón, al ladrón”. No son las instituciones judiciales argentinas las que le deben una explicación a las víctimas de dicho atentado y a la sociedad argentina. No es gracias a la complicidad o el encubrimiento de los tribunales argentinos que los autores de dicho acto criminal se han salido con la suya.

En un país en el que la justicia acaba de condenar, por corrupción en la asignación de contratos de obras públicas, a la vicepresidente Cristina Kirchner, llama la atención que el gobierno argentino utilice una instancia internacional, como el Consejo de Derechos Humanos, para presentar el juzgamiento de un delito común como una pugna entre dos poderes del Estado, y para sugerir que hay una guerra judicial (“lawfare”) en contra de líderes sociales y dirigentes políticos de izquierda, satanizando a la Corte Suprema de Justicia. En realidad, lo que el gobierno de Argentina desea es tener un poder judicial servil -como en Venezuela o en Nicaragua-, dispuesto a dejar pasar las tropelías de los suyos, pero a ser implacables con los delitos -reales o imaginarios- cometidos por sus adversarios.

No puede pasar desapercibido el hecho de que esta arremetida internacional en contra de la justicia argentina se produzca precisamente en momentos en que el gobierno argentino ha planteado una solicitud de juicio político en contra de los integrantes de la Corte Suprema y, además, cuando ese mismo gobierno está impulsando una iniciativa para aumentar -por decreto- el número de jueces de la Corte Suprema, de 5 a 25, obviamente con la intención de controlarla. En esas circunstancias, suena cínico que sea el gobierno el que denuncie a los jueces por un supuesto acoso, y por interferir en el ejercicio de las funciones propias de cada uno de los poderes del Estado.

Asombra que el gobierno argentino acuse a la Corte Suprema por persecución judicial en contra de la vicepresidente Cristina Kirchner, condenada por hechos de corrupción suficientemente investigados y probados, en un proceso judicial en el que ella tuvo todas las garantías para defenderse. En realidad, el informe del Estado argentino ante el Consejo de Derechos Humanos pudo presentar este hecho como la demostración más palpable de la independencia de la justicia argentina. Sin embargo, el gobierno argentino prefirió meter las manos al fuego por quien, como toda defensa, ha sostenido que en el gobierno anterior también robaban. Avalar la conducta de una persona condenada por la justicia no es tarea de los gobiernos, y menos si esa condena proviene de sus propios tribunales.

Que un Estado presente al Consejo de Derechos Humanos un informe en el que se autoinculpa de violaciones de derechos humanos cometidas en su país por el poder judicial, pero sin responder a ninguna de las graves acusaciones que acaba de hacerle Human Rights Watch -y que son responsabilidad del poder ejecutivo-, es un hecho inédito. Y que un gobierno de un Estado miembro de Naciones Unidas busque el apoyo de ésta para acabar con la independencia del poder judicial y hacer añicos a la Corte Suprema de su país, también lo es. Pero, por más condescendiente que pueda ser el EPU con los Estados, y por más politizado que pueda estar el Consejo de Derechos Humanos, éste no está diseñado para resolver controversias entre los poderes públicos de cualquier Estado, y menos para apoyar una embestida en contra del poder judicial por parte de un gobierno que se siente acorralado por las investigaciones de casos de corrupción.

Según sus dichos ante el Consejo de Derechos Humanos, el gobierno argentino está preocupado por la plena vigencia de los derechos humanos. Pero su presentación ante dicha instancia internacional coincidió con la reunión de la Celac en Buenos Aires, a la que asistió el dictador Díaz-Canel y a la que, según el presidente de Argentina, Alberto Fernández, otro dictador latinoamericano, Nicolás Maduro, “[estaba] más que invitado”. Por supuesto, ante la posibilidad de tener que enfrentarse a una justicia independiente, requerida, por lo menos, para interrogarlo en relación con casos de narcotráfico que se investigan en los Estados Unidos, y también en casos de tortura denunciados en los tribunales argentinos, Maduro prefirió declinar esa gentil invitación. Lo segundo, que tiene que ver con la aplicación de la Convención Internacional contra la Tortura -que no admite inmunidades de ningún tipo, y respecto de la cual se reconoce la jurisdicción universal-, tiene que haberle recordado -a Maduro- la última estancia en Londres del dictador Augusto Pinochet. Pero lo cierto es que, para el gobierno de Alberto Fernández, Nicolás Maduro estaba “más que invitado” a esa cita en Buenos Aires.

Sin duda, ésta no era la ocasión para que el gobierno argentino manifestara, en ninguna instancia -internacional o interna-, su supuesto compromiso con el respeto a los derechos humanos.


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