Hoy día somos testigos de la posibilidad de transportar una vacuna conservada a una temperatura de -80°C a cualquier parte del mundo en pocas horas. Pero a comienzos de 1800 la distribución de la vacuna contra la viruela fue una empresa que revistió las mayores dificultades, cobró vidas, necesitó de gente muy valiente y en especial de un grupo de niños que, sin saberlo, fueron unos grandes héroes.

Desde muchos siglos atrás utilizaban la variolización, que consistía en inocular deliberadamente con el pus de una persona enferma de viruela a otra, esta sustancia en principio, era menos agresiva que si se adquiría la enfermedad por contagio y permitía la inmunización del receptor.  Sin embargo, el proceso tenía diversos métodos que eran de difícil control y aplicación, por lo cual no se implementó masivamente y la enfermedad persistía en las sociedades.

Para comienzos del siglo XVIII, la inoculación se practicaba en la mayor parte del mundo. Es a finales del mismo siglo cuando un médico rural de Inglaterra llamado Edward Jenner, que se encontraba estudiando una cura para la viruela, se percató que durante las épocas de mayor intensidad de la epidemia (hoy diríamos oleadas), las mujeres del campo que ordeñaban las vacas no se contagiaban de la enfermedad. Jenner pensó que era debido al hecho de haber estado en contacto con las pústulas de las ubres de las vacas enfermas de viruela. Fue así como en mayo de 1796, utilizando esa secreción, inoculó a un niño de ocho años quien enfermó levemente a la semana, pero se recuperó. Dejó transcurrir seis semanas y lo infectó con viruela humana de lo cual no presentó ningún síntoma. Repitió el mismo proceso con veintidós personas con idéntico resultado. Fue así, como a partir del ganado vacuno, nació la vacuna.

La vacuna contra la viruela comenzó a utilizarse en toda Europa y en 1800 llegó a España donde, al poco tiempo, decidieron aplicarla en sus dominios de ultramar, a donde ellos mismos habían llevado la enfermedad durante la conquista. Se encargó al médico Francisco Javier Balmis como director del proyecto, quien junto con el cirujano José Salvany como subdirector y un grupo de insignes médicos y personal de apoyo conformaría la espectacular e inédita “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”.

Además del reclutamiento del personal adecuado, el financiamiento y la contratación de las embarcaciones, la principal dificultad era cómo llevar en un largo viaje la vacuna que sólo duraba unos pocos días antes de perder su efectividad. La solución adoptada fue transportarla en los cuerpos de veintidós niños que buscaron en un orfanato en La Coruña. Los niños, que tenían entre tres y nueve años, serían vacunados de forma sucesiva durante el viaje, pasándose unos a otros el fluido. Había que cuidarlos y ser muy vigilantes con el proceso para que no se contagiaran entre ellos de forma no planificada. La rectora del orfanato Isabel Sendales Gómez se ofreció para acompañar y cuidar a los niños durante la expedición, trabajo que desempeño con el mayor esmero y amor hacia ellos.

La expedición partió del puerto de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 en una corbeta, elegida en función de su mayor velocidad en detrimento de su comodidad. Realiza una primera escala en Tenerife desde donde se establece la logística de vacunar a niños que cada una de las siete islas enviaría. El proceso se realizó con éxito gracias a la buena disposición de las autoridades. La escogencia de niños para la vacunación obedecía a la necesidad de garantizar que la persona no hubiese padecido de la enfermedad con anterioridad.

En febrero del año siguiente llegan a Puerto Rico y en marzo a Puerto Cabello debido a un cambio de rumbo, ya que eran esperados en La Guaira. En Puerto Cabello vacunaron rápidamente a veintiocho niños “de los principales del pueblo”. De allí se dividieron en tres grupos, uno permaneció en Puerto Cabello bajo el mando de Salvany, otro se dirigió en barco a La Guaira y un tercero a cargo del propio Balmis, hizo el viaje por tierra deteniéndose a vacunar en Maracay. El grupo de Salvany finalmente viajó a Caracas y allí se reagrupó la expedición. Balmis y su grupo fueron objetos de diferentes agasajos en la ciudad y fue en esos días cuando Andrés Bello tuvo oportunidad de conocerle.

Antes de partir, la expedición dejó conformada la Junta de la Vacuna, la cual actuó con prestancia y a pesar de las dificultades de la época, la logró aplicar en las provincias del interior de tal forma que cuatro años más tarde habían llevado el proceso de vacunación a ciento siete localidades. Durante los dos últimos años, el secretario de la Junta fue Andrés Bello quien además de los documentos propios de su labor, escribió el poema A la vacuna y una pequeña obra de teatro Venezuela Consolada, si bien en tonos lisonjeros con las autoridades, ratificaban el beneficio de la vacuna y honraba la magnífica labor de la expedición de Balmis, con quien tuvo la oportunidad de compartir durante su permanencia en Caracas. Años más tarde, viviendo Bello en Londres, redactó un breve informe sobre el éxito de la expedición, donde indicaba que se había logrado la erradicación de la enfermedad en Venezuela.

Luego de la estadía en nuestro país, la expedición se dividiría en dos grupos con rutas diferentes. Tal como estaba previsto, en cada ciudad donde llegaran, se conformarían Juntas de Vacuna, las cuales se encargarían de realizar el proceso de vacunación por el interior de cada región. Ambos grupos partieron desde La Guaira en mayo de 1804. Uno bajo la dirección de Salvany rumbo a Cartagena y de allí pasaría a Sur América por la costa del Pacífico y el otro, bajo la dirección de Balmis, en ruta al resto del Caribe, Centro América y parte de lo que hoy es Norte América. De esta forma la expedición consiguió que se aplicara la vacuna desde California hasta Chile.

Desde México, Balmis se dirigió a las colonias del sur de Asia llegando a las Filipinas en abril de 1805, desde donde incluso logró llevarla hasta territorio chino. Finalmente emprendió su regreso a España, llegando a Madrid en septiembre del mismo año donde obtuvo un gran reconocimiento y recibió numerosos homenajes.

En aquellas poblaciones donde sus receptores creyeron en la vacuna, los expedicionarios recibieron excelente trato, les dieron alojamiento, así como ropa y obsequios a los niños. Sin embargo, en otras localidades, las autoridades se negaban a brindar apoyo a un procedimiento que consistía en enfermar a niños sanos. En diversas ocasiones realizaron su misión a escondidas.

El sistema de vacunación desarrollado por Jenner en 1796, es una de los mayores logros de la medicina. Sin embargo, como siempre ha sucedido, los inventos no son productos de una sola persona. La ciencia es un proceso agregativo, autocorrectivo, que se nutre de diversos avances ocurridos en diversos momentos y lugares, pero sobre todo, tiene la característica fundamental de poderse replicar con éxito. Solo la ciencia bien aplicada permite el progreso del hombre.

Esperemos que después de transcurridos más de doscientos años de aquella hazaña, la vacuna que ahora necesitamos no tarde lo mismo que la goleta de la expedición y por razones menos justificables. Ojalá también se conformara una Junta de la Vacuna dirigida por los más capaces y alcanzara el éxito que tuvo aquella en la primera década del siglo XIX.


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