El triunfo de Lula en las presidenciales del 30 de octubre ha llevado a la izquierda a su cenit en la política latinoamericana, y particularmente en Suramérica. Exceptuando Ecuador, Paraguay y Uruguay, todos los países suramericanos están bajo el mando de gobernantes de izquierda. Además, las cinco economías más grandes de la región (México, Brasil, Argentina, Colombia y Chile) estarán, al asumir Lula en enero del 2023, en manos de mandatarios izquierdistas.

Se trata, pues, de una situación inédita en un subcontinente donde las organizaciones de este espectro ideológico habían ocupado, en tiempos pretéritos, espacios marginales, o apenas pudieron mantenerse un corto tiempo en el poder cuando lo conquistaron con el apoyo de los votos (como sucedió con Jacobo Árbenz -a quien cabe calificar, al menos, de progresista- en Guatemala en 1951, o con Allende en Chile a inicios de los setenta), con las excepciones, más que conocidas -y sufridas- de Cuba, donde los barbudos del Movimiento 26 de julio conquistaron el poder por la vía de las armas, y más de 60 años después lo mantienen, después de dar forma a una dictadura socialista-militarista de partido único,  y luego Nicaragua en el período 79-90, por la misma vía revolucionaria.

No es una tarea fácil explicar los factores que permitieron que la tendencia ideológica que en nuestra región había sido la eterna minoría rebelde -y, en muchos casos, perseguida y ninguneada-, con sus facetas cívico y legales y sus facetas armadas y extralegales, comenzando la tercera década del siglo XXI se convierte en mayoría: en esta época llena de contradicciones, donde las categorías e instituciones políticas modernas dominantes desde el siglo XX, la Ilustración o aún antes (como el Estado-nación, la soberanía, la lucha de clases, los partidos, las ideologías decimonónicas, etc.) están siendo deconstruidas -o demolidas, como se quiera ver-,y donde hasta el mundo occidental parece estar mutando a un sistema de valores y de organización sociopolítica por conocerse -el relativismo posmoderno, se ha dicho- es cuesta arriba encontrar respuestas claras a temas complejos.

Creemos que se puede empezar por mencionar una primera razón de carácter circunstancial, la pandemia, como factor al menos coadyuvante (lo de la circunstancial es discutible, sin duda, pues ya Baudrillard explicaba al mundo actual en términos virales, es decir, la viralidad como un elemento constitutivo del nuevo orden social, político y cultural, donde la maldad y sus distintas expresiones formaban una cadena interminable), es decir, la pandemia se ha convertido en la primera enemiga de la estabilidad política en el todo el globo, con sus golpes mortíferos contra la economía, el comercio, la inflación, la educación y todo el aparataje de políticas públicas existentes.

Hemos visto, ciertamente, cómo el virus se fagocitó al mismísimo catire Trump, quien se dirigía raudo, hasta su aparición, a una segura reelección. Y Bolsonaro es, en alguna medida, su última víctima (aunque en ambos casos, por cierto, el manejo ligero que hicieron de la pandemia contribuyó a socavarlos más; el recordado florentino diría, seguramente, que estos príncipes de la derecha populista insurgente no estaban preparados para enfrentar la mala fortuna).

Pero el coronavirus no tiene preferencias ideológicas, si le vamos a atribuir derrotas, encontraremos de todos los colores en el orbe, y por tanto no es suficiente, ni mucho menos, para explicar los cambios de regímenes recientes en América Latina. Cabe agregar, además, que en Europa, afectada no solo por la pandemia sino por los efectos de la guerra rusa contra Ucrania, no ha habido en las últimas elecciones una clara preferencia ideológica, más bien cierto equilibro devictorias y derrotas entre la izquierda y la derecha (con sus matices de centro y sus extremos).

Por eso, hay otro factora tomar en cuenta para entender este escenario regional, y que tiene sus raíces en el mismísimo Foro de Sao Paulo, fundado en 1990 por Lula y muchos otros partidos y agrupaciones izquierdistas del continente: la exitosa -y progresiva- capacidad de articular las minorías y los movimientos más diversos del espectro social, esto es, desde los feminismos, agrupaciones proaborto, movimientos LGBTI, ecologistas, sin tierra, gremios de profesionales y trabajadores urbanos tradicionales, así como los movimientos indígenas, afrodescendientes y diversas minorías étnicas (que en algunas de nuestras naciones no son minorías sino claras mayorías o un porcentaje importante de la población). La izquierda del Foro, valga decir, se fue acercando cada vez más a estas banderas desde los noventa y en muchos países las ha hecho suyas, lo cual ha sido determinante, de manera particular, en los recientes triunfos de Boric, Petro y ahora Lula.

Lo paradójico de todo esto es que la izquierda tradicional fue ajena, distante o incluso enemiga de estos movimientos (casi tanto como la derecha) desde siempre o por mucho tiempo. Es conocida, por ejemplo, la homofobia de los regímenes comunistas del siglo XX, incluyendo la dirigencia cubana (la cual, a mediados de los sesenta, recluyó a muchoshomosexuales en los campos de concentración de la UMAP).

No en balde, los nuevos movimientos sociales, en general, han tenido desde sus primeros momentos, una agenda propia, muy autónoma, y muy alérgica -por decirlo de alguna manera- a toda expresión partidista e ideológica. Pero, con la caída del Muro de Berlín y la desintegración del bloque socialista, esto empezó a cambiar. Los socialistas se quedaron, de repente, huérfanos, y entendieron que tenían que cambiar sus referentes ideológicos tradicionales. De ahí la migración o identificación con otras expresiones nada cercanas al marxismo o al socialismo, como, por ejemplo, los diversos nacionalismos (donde resalta el bolivarianismo de Chávez, interpretado por Carrera Damas como una ideología de reemplazo), y, de la misma manera, este progresivo acercamiento a los nuevos e irreverentes movimientos sociales.

Sin que nos demos cuenta, por tanto, el ideario izquierdista en la región (al igual que en Europa y en muchas partes del mundo) se ha hecho más abierto y voluble, para poder salir airoso en el terreno político electoral. Más pragmático, pues. Y esto, de hecho, se refleja claramente en sus políticas de gobierno: con la excepción de Chávez (nos tocó, lamentablemente, la más tozuda repetición del modelo cubano) todos los regímenes de la izquierda regional han mantenido políticas de mercado, aunque -obviamente- con sus dosis variadas de estatismo y subsidio social. Asimismo, la necesidad de ampliar la base de simpatizantes, ha llevado a la izquierda a acercarse más al centro, conformando alianzas con organizaciones de índole socialdemócrata e incluso liberales, como hemos visto en el triunfo de Lula y en los últimos procesos en general.

Es muy temprano para saber qué tan duradera será esta ola exitosa de gobernantes de izquierda. De cualquier forma, debemos quedarnos con la parte positiva de todo esto: la izquierda continental se está haciendo cada vez más cívica, liberal y democrática, y esto condena a un virtual ostracismo a los distintos grupos armados radicales y la izquierda marxista ortodoxa, incluyendo a los regímenes de los Castro-Díaz Canel y Maduro, signados patéticamente por sus derivas autoritarias y totalitarias.

@fidelcanelon

 

 


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