La semana pasada un fiscal argentino, final y formalmente, acusó a la expresidenta y actual vicepresidenta del país, Cristina Fernández de Kirchner, de varios cargos de corrupción. La Fiscalía solicitó 12 años de cárcel para Fernández y la inhabilitación política perpetua, acusándola de dirigir una asociación ilegal para extraer fondos públicos “desde la cúpula del poder”. Todo ello, según la Fiscalía, sucedió en Santa Cruz, la provincia natal de la vicepresidenta, durante sus mandatos presidenciales y el de su finado marido, Néstor Kirchner, entre 2003 y 2015. Un tribunal de tres jueces resolverá pronto el caso. Fernández de Kirchner niega las acusaciones y asegura que es víctima de una persecución política.

El peronismo entero cerró filas rápidamente con Fernández de Kirchner. El propio presidente Alberto Fernández, no exento de roces o incluso de graves tensiones con su compañera de fórmula, encabezó la unidad peronista. Volvieron las acusaciones de lawfare o judicialización de la política, y las teorías conspirativas para explicar la postura del fiscal. Muy pronto, varios presidentes latinoamericanos de izquierda –Andrés Manuel López Obrador, de México; Luis Arce, de Bolivia; Gustavo Petro, de Colombia, y el propio Fernández de Argentina– se solidarizaron con la exmandataria. Rechazaron la “injustificable persecución judicial” contra la vicepresidenta, cuyo objetivo –según ellos– era “implantar un modelo neoliberal”. Pronto surgieron las analogías con el encarcelamiento de Lula en Brasil, en 2018; el exilio de Rafael Correa, el exmandatario ecuatoriano prófugo en Bélgica (desterrado, dirían algunos), y otros casos similares acontecidos en América Latina durante los últimos veinte años.

Fernández de Kirchner tiene fuero, y cuenta con una mayoría en el Congreso para no perderlo. La inhabilitación política le preocuparía más, porque podría querer postularse a la presidencia un día. De modo que no creo que la acusación del fiscal, en sí misma, revista mayores consecuencias.

Pero el episodio revela las dificultades de la izquierda latinoamericana para ajustar cuentas con su pasado y con las graves denuncias de corrupción que se presentaron durante la primera etapa de su paso por el poder en varios países de América Latina, básicamente entre 1999 y 2015.

Los ejemplos son conocidos. El más conocido es el escándalo Lava Jato en Brasil, que involucró a varias empresas constructoras con funcionarios designados o elegidos y llevó al descrédito del Partido de los Trabajadores, del cual Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, son connotados dirigentes. La corrupción escandalosa del fallecido Hugo Chávez, del Ejército venezolano y la creación de la llamada boliburguesía en Venezuela, es otro caso, así como el de Correa en Ecuador, el del matrimonio Ortega-Murillo en Nicaragua, y el creciente número de denuncias en México. Estas últimas se han dirigido a funcionarios del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, por su conducta en el pasado y en el presente, pero también a la familia presidencial: su hijo José Ramón, su hermano Pío, y varias primas. Los involucrados han negado los señalamientos de posible corrupción, aunque no han sido acusados formalmente.

Las denuncias contra los Kirchner, en Argentina, no comenzaron con la acusación actual del fiscal; se remontan al primer período de la entonces presidenta, entre 2008 y 2012. Varios colaboradores del presidente Evo Morales, en Bolivia, fueron investigados por sospechas de corrupción en el Fondo Indígena, aunque Morales no fue directamente acusado. Dos presidentes de El Salvador, pertenecientes al FMLN, se encuentran prófugos fuera de su país por acusaciones de corrupción que habría sido ejercida durante sus mandatos. En Colombia, donde comienza el primer gobierno de izquierda, y en Chile, con una tradición distinta, no hay investigaciones o acusaciones de corrupción a gobiernos en este espectro político.

En pocas palabras, el tránsito de la izquierda por el poder en América Latina no ha carecido de manifestaciones del tradicional lastre regional: la corrupción en las más altas esferas del gobierno. No hay duda de que las derechas latinoamericanas también han incurrido en estos pecados desde tiempos inmemoriales, ni de que algunas oposiciones de derecha utilizan el Poder Judicial para debilitar o derrocar a gobiernos de izquierda cuando no pueden derrotarlos en las urnas. Pero nada de eso quita que, al expandirse lo que algunos han llamado la «segunda marea rosa» en América Latina –que incluye ya o próximamente a Honduras, Chile, Colombia y Brasil, agregados a México, Argentina, Perú y Bolivia–, la izquierda tiene una asignatura pendiente con el combate a la corrupción.

Parte del problema yace en la imagen que la izquierda de la región se ha construido desde hace décadas, y en algunos casos, desde hace un siglo. Por ser víctima de la represión, de la marginación política, de la tortura y las desapariciones, por representar a los pobres que más padecen los estragos de la corrupción, la izquierda se ha creído inmune a ese lastre de la historia latinoamericana. Cree, como López Obrador, que basta con decir “yo no soy corrupto” –como lo hizo en estos últimos días– para que sea cierto y suficiente. No ha podido entender todavía que la izquierda latinoamericana, dejada a sí misma en el poder, va a tender a ser igual de corrupta que la derecha latinoamericana –civil o militar–, no por ser de izquierda o de derecha, sino por ser latinoamericana. Los factores históricos, sociales y culturales que explican la omnipresencia de la corrupción en América Latina (y en el mundo) inciden en todo el espectro político e ideológico de la región, no únicamente en quienes han detentado el poder con mayor frecuencia, o en quienes se han identificado o han gobernado en nombre de las élites pudientes.

Mientras la izquierda no acepte esto y no comprenda que debe ser especialmente proactiva en la lucha contra la corrupción, precisamente porque no se encuentra vacunada contra dicha enfermedad, seguirán los escándalos. Cristina Fernández tal vez libre esta última acusación. La izquierda latinoamericana, no.


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