En medio del encierro al que en diversos grados nos ha obligado la pandemia, durante los últimos días estuve recorriendo, por diferentes razones, algunas de ellas un poco borrosas incluso para mí, varias partes de Caracas. Tras hacerlo me ha quedado la impresión de transitar una ciudad con varios millones de habitantes, que habitan en un escenario armado desde la anarquía y el bullicio.

Yendo de un lado al otro pude ver de cerca a nuestra capital, atravesada por carros, motocicletas, autobuses, camiones, gandolas, patrullas y ambulancias, en medio de un tráfico endiablado en casi todos lados y durante buena parte del día.

Observar, así mismo, a los automovilistas conduciendo con la mano preparada para tocar la bocina porque el carro de adelante va muy despacio, porque se detuvo cuando el semáforo se puso en amarillo o porque no se “comió la luz”, todo lo cual me consta, dicho sea de paso, pues he sido siempre un chofer vilipendiado por manejar despacio, como si no tuviera apuro por llegar a ningún sitio.

Por otro lado, en varias ocasiones advertí cómo gandolas y autobuses hacían de las suyas y cómo las patrullas exageraban, sospecha uno, la necesidad de su presencia “en el sitio de los acontecimientos”, elevando hasta el cielo el silbido de sus alarmas.

Igualmente, pude mirar a los motorizados, en crecimiento casi exponencial gracias al “delivery”, terciando con ventaja y alevosía en el tránsito cotidiano, colándose entre los carros sin más pasaporte que un pitico atado compulsivamente al dedo pulgar, tratando de ganarse la arepa, condenados a soportar la mala fama que le generan los colegas que prefieren el atraco y convertidos en víctimas propicias de cualquier “operativo”, obligados a detenerse para ser revisados e interrogados por razones de “pinta”, o sea el “porte ilícito de cara”.

En suma, lo que suele denominarse el tráfico rodado ha convertido a Caracas en una metáfora del ruido, violando las normas existentes y generando lo que se ha clasificado como un problema ambiental que afecta a las personas, tanto en su salud física (molestias ocasionales, pérdida de la audición, diabetes, hipertensión…), como en su condición mental (depresión, ansiedad, estrés…).

Así lo ha revelado en distintos informes la Organización Mundial de la Salud, institución que lo señala como la principal fuente de “contaminación sónica”, por encima de otras tales como la industria, la construcción o los sitios de recreación, afectando seriamente la calidad de vida de la población en las áreas urbanas, a lo largo y ancho del planeta. No obstante lo anterior, se advierte una tendencia fuerte hacia su tolerancia, como si las personas se acostumbraran. En este sentido, algunos estudios plantean la idea de que esa suerte de resignación es propia de los tiempos que corren, determinados por la aceleración de la vida en todos sus aspectos, la que nos lleva a la sedotofobia, esto es, al miedo a la calma, al sosiego y a la quietud.

No hay mejor manera de mostrar lo anterior que la de la poeta venezolana Hanni Ossott: «Estamos llenos de ruido porque no soportamos el silencio».

Harina de otro costal

Apenas elegido, el presidente Joe Biden afirmó: «Es el problema número uno que enfrenta la humanidad. Y es el tema número uno para mí». Se refería al cambio climático, considerándolo “…una amenaza existencial para la humanidad».

A lo largo su gobierno pareció que los enredos de la política norteamericana (Trump persiste en su necedad política, aún sin su cuenta de Twitter) dejarían estas declaraciones en el limbo del papel. Sin embargo, hace pocos días, consiguió que el Congreso le aprobara una ley que, entre varios temas, establece el impulso de las energías renovables, mediante importantes incentivos financieros para los productores y consumidores de energía eólica, solar o nuclear, con el fin de que Estados Unidos reduzca en 40% sus emisiones de Co2 para 2030, con relación a 2005. Se trata, sin duda, de una buena noticia para un planeta.

Aunque cojeando, el Acuerdo de París continúa vivo, respaldado (al menos con su firma) por la mayoría de los países. La cuestión ahora es si también conseguirá sobrevivir a una guerra como la de Ucrania, origen de una crisis energética que amenaza no solo al Acuerdo de París y a la lucha climática, sino la cooperación entre las naciones, como la única manera de la que disponen los terrícolas para resolver sus conflictos y encarar las complejidades de su futuro.


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