“¡Nunca me imaginé que los hombres pudieran ser así … como las bestias!”. Son palabras de un hombre mayor que recorre las ruinas de una población retomada por fuerzas ucranianas cercana a Dergachi, al norte de Jarkov. Ciudadano francés, retenido allí por los combates cuando visitaba a familiares, muestra para la televisión los efectos de la invasión de los rusos. Ninguna vivienda queda en pie. Tampoco el hospital ni la escuela. Los niños están en Polonia, en espera de volver a sus juegos y a sus libros que guardan ahora los vecinos. “Pensaba que esos actos ya no ocurrían en Europa”.

“La violencia y el terror son muy propios de la guerra” sentenció Hugo Grocio, quien pretendió en el siglo XVII fijar normas para los conflictos entre las naciones (De jure belli ac pacis. 1625). Todos los enfrentamientos a lo largo de la historia han causado muerte, sufrimiento y destrucción espiritual y material a la humanidad. Sin importar las causas que los han motivado, en todos se ha puesto de manifiesto el odio y la crueldad que pueden invadir a los hombres y ha sido siempre una experiencia devastadora para vencedores y vencidos. Sin embargo, ha sido la guerra una actividad constante en la historia. La conocieron los pueblos primitivos de todos los continentes, los de las primeras civilizaciones, los de los períodos de esplendor, los de los tiempos modernos (que fueron de conquistas) y los de nuestra época que se pretende de la razón y la ciencia.

Se ha tratado de explicar la guerra – y la violencia que le es propia – de distintas formas. A pesar de la frecuencia y recurrencia del fenómeno, no resulta fácil. Porque la guerra es la negación de la sociabilidad esencial del ser humano. Lo señalaba Juan XXIII  (Pacem in Terris, 1963): “Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben convivir unos con otros y procurar cada uno el bien de los demás. Por esto, una convivencia humana rectamente ordenada exige que se reconozcan y se respeten mutuamente los derechos y los deberes. De aquí se sigue también el que cada uno deba aportar su colaboración generosa para procurar una convivencia civil …” Pero, al mismo tiempo, pensadores y científicos han recordado que el hombre es resultado de una evolución desde una especie animal, con la que comparte entre otras propiedades la del comportamiento violento, una reacción “natural” que debe y puede ser dominada.

Pertenecemos, sin duda (a pesar de ciertas tesis creacionistas), al reino animal. Compartimos con algunas especies muchas de sus características. Según la antigua y vigente definición de Boecio (480-524), diferimos de todas en el atributo adicional de la razón, que permite el dominio sobre los actos. Los avances científicos de los últimos tiempos hacen posible comprender mejor el proceder del ser humano. Se acepta que, en muchos aspectos, actúa como las bestias. Deriva de sus genes. Exhibe conductas complejas que responden a estructuras genéticas y mecanismos neurológicos, algunos activados por factores culturales, ambientales y sociales (como la educación y el medio que lo rodea). Como las emociones, surgen de su condición natural. Se han ocupado no pocos estudios del comportamiento político, tanto de los gobernantes como de los gobernados. Son de enorme importancia porque permiten entender las decisiones de unos y las respuestas de los otros y actuar en consecuencia.

Entre las investigaciones mencionadas (sobre temas muy variados) resultan de particular interés las referidas a fenómenos relativos al ejercicio del poder: dominación y sumisión, imposición y rebelión, agresión y violencia, empatías y rechazos. Algunas confirman tesis sostenidas por pensadores avisados. Casi todas dan a otros nuevos elementos para sus análisis. Tomó algunos Hannah Arendt (1906 – 1975) en momentos de mucha agitación en obra fundamental (Sobre la violencia. 1969). Señaló que ciertas condiciones o ideas existentes en la sociedad crean miedos e incomprensiones que provocan sentimientos de rabia, cuando existen razones para sospechar que no se realizan las modificaciones que podrían adelantarse. Bajo esas circunstancias se considera que la violencia es el único medio para superar “presuntas” injusticias. La misma se manifiesta en diversas formas. La guerra es su máxima expresión, por sus alcances y por los daños que produce. A ese instrumento apela Vladimir Putin, jefe poderoso atormentado por terribles miedos.

La guerra causa siempre grave destrucción. Hasta la aparición de la pólvora y las primeras armas de fuego (hacia el siglo XIII), las poblaciones eran tomadas, saqueadas e incendiadas. De esa forma las hordas de los mongoles destruyeron los primeros principados rusos. Miles de personas fueron sacrificadas y sus asentamientos arrasados. Las guerras causaban más víctimas que los desastres naturales. Y así fue en los siglos siguientes, a pesar del desarrollo del derecho internacional. Con el perfeccionamiento de las armas los daños se multiplicaron. Las armas nucleares (utilizadas para poner fin a la guerra contra Japón) pusieron a disposición de las grandes potencias la posibilidad de devastar y exterminar. Hoy basta la amenaza de su utilización para obtener la rendición del enemigo. Se las llama “armas de disuasión”, pues obligan a los advertidos a aceptar las exigencias de los Estados que las poseen.

Desde la antigüedad se ha tratado de regular el comportamiento de los participantes en los conflictos. Las primeras normas aparecieron en libros sagrados. Pero ni éstas ni las acordadas después por los propios beligerantes tuvieron efectivo cumplimiento. Las acciones eran decididas libremente por los involucrados y los vencedores imponían su voluntad. A mediados del siglo XIX se dio nuevo impulso al intento de reglamentar aspectos de la actividad bélica y de proteger a la población civil atrapada en los combates. Se tradujo en papeles de buenas intenciones, cuyo contenido reclamaban los débiles e ignoraban los poderosos. Quedó demostrado en la conducta de los ejércitos durante la II Guerra Mundial; y también en estos días durante la invasión a Ucrania por la Federación Rusa. Allí se han violado todas las normas aceptadas y ejecutado acciones consideradas como “crímenes” en la Carta de las Naciones Unidas. Para la autocracia rusa la justicia encuentra  fundamento en la fuerza.

La destrucción provocada por las guerras es de grandes proporciones. En Ucrania el puerto de Mariúpol ha quedado reducido a ruinas. Las pérdidas humanas se multiplican, especialmente entre la población civil, que sufre hambre y enfermedades y que es objetivo de armas prohibidas. A las miles de muertes y lesiones, deben sumarse los daños morales que alteran el espíritu de las personas; y la migración a la que se ven obligadas millones de familias: 3,8 millones de ucranianos han pasado a los países vecinos y 6,5 millones se han refugiado en pueblos y aldeas. Por otra parte, los conflictos causan graves males de carácter económico y social. Se cierran fábricas y comercios, dejan de funcionar servicios, se derrumba la infraestructura. A lo anterior se agregan la paralización de la actividad cultural y los ataques al patrimonio histórico, expresamente ejecutados. Con acierto, alguien calificó la guerra como la representación del infierno.

La guerra no tiene racionalidad alguna. No responde a una solución racional de un conflicto entre países. Causa más pérdidas a las partes que se enfrentan que las que hubiera tenido la más perjudicada en una negociación desventajosa. Bien lo expuso Juan XXIII en atención a “la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearía. Por esto, en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado”. En todo caso, aún sin el uso de ese tipo de armas, la potencia de las “convencionales” es de tal magnitud que no dejan “piedra sobre piedra”. Lo muestran las imágenes aéreas de las ciudades ucranianas tras el bombardeo a que han sido sometidas por las tropas rusas. Pareciera que allí ha desaparecido la vida.

La guerra desatada por Rusia contra Ucrania es, además, una acción insensata. Las dos naciones se sienten – y son en realidad – muy cercanas. Millones comparten los mismos ancestros o han formado juntos nuevas familias. Sus sentimientos los vinculan a uno y otro país. Las dos naciones se declararan sucesores del primer Rus. Comparten las mismas raíces cristianas que sembraron entre los eslavos los santos Cirilo y Metodio. Han luchado juntos para asegurar su existencia, frente a los mongoles, a los polaco-lituanos, a los alemanes. Muy cerca, durante la II Guerra Mundial, las ciudades ucranianas opusieron feroz resistencia a las tropas del Reich: Kiev y Odesa fueron declaradas “ciudades heroicas” de la Unión Soviética por su aporte para vencer a los invasores. Lo ha expresado muy bien un soldado ruso ante las cámaras de televisión occidental: “No sabemos a quien disparar, todo se parecen a nosotros …”

La humanidad evoluciona en busca de superación espiritual, social, material. El proceso, que se cumple desde los primeros tiempos por cientos de miles de años, ha permitido convertir una tribu apenas consciente de su especificidad en una sociedad organizada. Es permanente; pero no es continuo ni lineal, porque tiene sus pausas y a veces sus retrocesos cuando regresa el animal, o mejor cuando se manifiesta porque se mantiene dentro. Sin embargo, el proceso no se detiene. Pronto se reinicia, con frecuencia en otras geografías y a cargo de otros pueblos. Y la superación continúa impulsada por el espíritu, propio del hombre, que se impone a la materia.

* Catedrático de la Universidad de los Andes


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!