René Magritte

Cuando nada es seguro, todo es posible.

Autor anónimo.

Era verano, cuarenta grados a la sombra. La delegada había salido decepcionada de la oficina del premier, quien después de mucho tiempo y bastantes solicitudes, se había dignado a recibirle como representante del gremio artístico y pedagógico.

A estas alturas, el premier se le hacía incorpóreo a ella y al resto de la ciudadanía. Cada vez se le veía menos. En los medios ya no le exhibían como antes. Ya se sabía que tenía dobles como en el cine y a veces ponían un muñeco suyo en los actos públicos.

El encuentro fue fugaz; aquel ser le parecía de mentira, una sombra. Después de un recíproco buenos días a regañadientes, antes de hablar, el premier quiso decir unas palabras y, sin coger aire siquiera, se despepitó y remató su perorata diciendo:

―…Eso era antes que les seguían, después se les perseguía. Ahora, son invisibles, pero siguen haciendo contraste ¡qué buena broma! ¡Ustedes siguen metiéndole ideas a la gente en la cabeza!

Así le incriminó antes que la delegada saliera lenta y airosa por la puerta del despacho.Cinco minutos duró la audiencia o menos.El calor también se hizo más insoportable.

Nuevamente, el premier había quedado solo en sus cavilaciones. Bueno, es una exageración. Él, como le gustaba decir, cavilaba, sí. Pero lo hacía entre dos polos, como quien mira un péndulo oscilante de izquierda a derecha, de derecha a izquierda sin más. Nada más ni nada menos que pensamiento binario puro y duro aprendido en viejas monsergas de libros colorados.

El semáforo situado al frente de su despacho ya no funcionaba bien tampoco. Esperando el cambio de luces, allí llevaba rato estacionado un taxi que despedía un humo nauseabundo. Algo huele mal en el reino de Dinamarca, dijo como una gracia alguna de sus asistentes al entrar a su despacho de ventanas abiertas y balcones pueblerinos… El premier no la escuchó -como de costumbre- pero lo que sí oyó fue la radio que llevaba encendida el chofer a todo volumen y de donde salía un bolerazo ranchero: Cuatro cirios encendidos hacen guardia a un ataúd y en él se encuentra tendido el cadáver de mi amor… ¡Ay, qué velorio tan frío, qué soledad y dolor! Solo están los cuatro cirios también de luto vestidos igual que mi corazón… Como sombra vagarás y será tu maldición…

Levantó el teléfono y mandó a callar a Javier Solís que viajaba de pasajero incorpóreo en el taxi del humo nauseabundo. En el acto, detuvieron al chofer, le apagaron la radio y le decomisaron el carro por molestar en la vía pública contaminando con su carro viejo y esa musiquita obstinante, así le increparon. En el fondo, no era más que una excusa. No fue más que un nuevo arranque propio de los chatos regentes regionales: eso se hace porque me da la gana.

El premier había quedado ofuscado después de su encuentro con la delegada. Y, claro, al premier se le torció más el humor con aquella canción porque la consideró conspirativa y de mal augurio, aunque, por supuesto, no había sido escrita para él, ni él había sido motivo de inspiración, ni mucho menos.

De tal forma que mandó a averiguar y se enteró de que el compositor era un tal maestro mexicano Federico Baena y que el cantante un tal Javier Solís y a los dos los mandó a apresar, sí señor ¡y me los traen aquí por intrigantes y por desacato!

Su ego era tan grande e inservible como era aquel despacho inservible para dirigir nada porque lo suyo era inspeccionar, tachar, anular, apresar, aniquilar y mandar; jefear como un enfermo.

―Premier, usted disculpe, pero no hemos encontrado ni al señor Baena, ni al señor Solís.

―¡¿Ah?! ¿Son imaginarios? ¡¿Se han escapado?! ¡¿Se han esfumado entonces?!

―No, premier, se han ido…

―¡¿Para dónde?!

―Para el otro mundo, premier. Han fenecido. Se murieron hace muchos años. Lo siento.

Todo el mundo sabía y decía en susurros aquel secreto a muchas voces de que ese premier era un refrito, un quiste, un juanete, un cáncer que había que expulsar más temprano que tarde. A todo el mundo le llevaba con la piedra afuera. Hasta los borrachos, las furcias y demás gentes de la calle,así como otros invisibles, escupían luego de pronunciar su nombre.

Por su parte, la delegada era una artista de familia, una querida pedagoga, bien formada y abnegada, reconocida entre discípulos y colegas.Lenta y airosa había salido por la puerta de aquel despacho. Estaba convencida, luego de todas las experiencias propiciadas y vividas en el magisterio,que pedagogos y artistas bien podrían ser consideradas y considerados ciudadanos de primera en todos los países del mundo.

Ya cayendo la tarde, un poco cansada por los rigores del día, la delegada salió de una nueva reunión. Fue a pararse en una esquina en actitud de quien espera, con su cuerpo apoyado a una farola. Estaba ahí recostada, debajo de la luz. Tenía muchas ganas de llegar a su casa. En eso, se aproximó un taxi y se paró justo enfrente suyo. El chofer estiró el brazo y abrió la puerta de atrás. Justo la puerta que quedaba más cerca de ella. El chofer abrió la puerta y nadie se bajó. La delegada pensó que el pasajero era invisible. Pero, no, eso no es posible, pensó de seguidas. Eso solo ocurre en las películas. Pero, sí, inmediatamente, alguien le tocó el hombro y le dio las buenas noches con una voz grave. Pero no había nadie. Era el hombre invisible.

Sacó su libreta y se puso a anotar toda aquella cadena de sucesos, pero se le fue acabando la tinta al bolígrafo. Apenas se marcaba en el papel la presión de sus letras, lo que le confirmó que la invisibilidad sí existe y para una muestra otro botón: el premier también es volátil.


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