Ilustración: Juan Diego Avendaño

En estos días nuevas señales de inestabilidad política vuelven a atraer la atención del mundo sobre África. Después de un tiempo de relativa tranquilidad, ha comenzado al parecer un nuevo ciclo de agitación. El último trastorno se ha producido en Gabón, entre los países más ricos y estables (aunque no precisamente democrático) del continente. En realidad, forma parte de la continua búsqueda africana de caminos. Sesenta años después de la descolonización pocos países han encontrado un sistema político estable y eficiente porque, entre otras razones, las antiguas potencias imperiales no prepararon las instituciones para conducirlos durante su vida independiente.

No existe un régimen político que se adapte a las exigencias de todos los países. Porque responde a factores propios de cada uno: su historia y tradiciones y sus estructuras culturales, sociales y económicas. Y se adopta como instrumento para enfrentar las necesidades y realizar las aspiraciones que se tienen. Por eso, todo trasplante que no tome en cuenta las condiciones del país donde se pretende implantar está condenado al fracaso. En la hora de la descolonización, en África los dirigentes de las potencias imperiales y de los pueblos que emergían a la independencia acordaron estatutos ideales para regirlos. Ninguno de esos textos tuvo larga vigencia. Sus autores habían olvidado lo que la historia había enseñado a los teóricos de las primeras revoluciones liberales: los sistemas políticos no responden a normas impuestas por la razón humana. Son más bien producto de la voluntad de hombres que viven una determinada circunstancia histórica.

Eso, sin embargo, no significa la negación de principios, valores y estructuras de carácter universal, que surgen de la naturaleza del ser humano, obligado e inclinado a la vida en sociedad y llamado a un destino trascendente. Son permanentes, pues se mantienen en el tiempo e, incluso, amplían su contenido; y generales porque tienen vigencia en todos los pueblos, ya que todos los hombres comparten el mismo origen y poseen las mismas cualidades y atributos, lo que los hace esencialmente iguales. La evolución diversa de sus grupos, no los hace distintos. Los derechos fundamentales de las personas, dado su carácter natural, deben ser reconocidos por todos los estados. Entre ellos figuran el derecho a la vida, al libre desenvolvimiento de la personalidad, a formar una familia, a recibir una educación de calidad y a tener atención médica, a desarrollar un trabajo, a participar en el gobierno de la sociedad.

La democracia no es un sistema de gobierno exclusivo de la civilización occidental. Ni siquiera es cierto que sus primeras formas aparecieran en Grecia. Algunas de las mahajanapadas (repúblicas) del norte de la India son anteriores, como lo supieron los hombres de Alejandro el Grande. Estudios recientes muestran que muchos pueblos que llamamos “primitivos” (incluso en nuestra América) practicaron formas de dirección colectivas o de decisiones en asambleas. Conocemos poco la historia antigua de los pueblos africanos: curiosamente más de sus primeros tiempos y de sus imperios posteriores, desde el muy antiguo de Kush o los tardíos de Zimbabue, Mali y Congo. Pero, es posible que durante los milenios transcurridos se hayan constituido algunas sociedades gobernadas con la participación de amplios sectores de sus integrantes, como ocurrió en otros lugares del mundo. Debe advertirse, por parte, que no existe un solo tipo de democracia. Más bien, ofrece propuestas diferentes.

En los tiempos finales de la colonización las potencias imperiales instalaron instituciones democráticas en sus dominios. Incluso, en muchos casos, entregaron el poder a partidos o movimientos elegidos. Fue el caso, entre otros, de Kwame Nkrumah (de Costa de Oro, luego Ghana) en 1951, Julius Nyerere (de Tanganica, luego Tanzania) en 1958 y Patrice Lumumba (de Congo) en 1960.  Pero, la práctica de la democracia duró muy poco. Algunos de los fundadores se convirtieron en autócratas (Ahmed Sékou Touré de Guinea, Félix Houphouëth-Boigny, de Costa de Marfil o Jomo Kenyatta de Kenia) o dieron paso a terribles dictaduras (Francisco Macías Nguema en Guinea Ecuatorial, Idi Amin Dada en Uganda o J. D. Bokassa en la República Centroafricana) y hasta a regímenes dinásticos (los Bongo en Gabón o los Deby en Chad). A la inestabilidad siguieron regímenes unipersonales (como los de Kenneth Kaunda en Zambia, Mobutu Sese Seko en Zaire, José dos Santos en Angola o Robert Mugabe en Zimbabue).

No obstante, la democracia ha podido funcionar en forma permanente en varios países africanos. Parece evidente que el sistema calificado como “gobierno del pueblo” no está vinculado a factores geográficos, climáticos o étnicos. Más bien a factores culturales, sociales y económicos. No está reservado a pocos privilegiados. En los tiempos modernos lo han adoptado pueblos distintos, como los escandinavos, los latinos y los británicos. En América, la India, el Extremo Oriente o el Pacífico. Incluso, algunos que poco antes no lo conocían: como Japón o Corea (del Sur). Y también en África, lo que es menos sabido. Un prejuicio interesado más o menos extendido –también aplicado hasta hace poco a América Latina– hizo creer a muchos que sus pueblos no estaban preparados para la vida democrática. Los hechos han demostrado lo contrario, como también que la dictadura, salvo como régimen excepcional (y constitucional) en momentos de grave peligro, no conviene a ninguno.

La mayoría de los Estados africanos están gobernados por regímenes “híbridos” (o “democracias falsas”), que combinan elementos democráticos y autoritarios. Todavía se mantienen algunas dictaduras brutales (Guinea Ecuatorial, Eritrea o Esuatini), así como el estado de anarquía en Somalia. Sin embargo, funcionan algunas democracias “plenas” (donde se respetan los derechos fundamentales y se garantiza la participación política de los ciudadanos). Los índices pertinentes (como EUI Democracy Index Freedom House) incluyen a Cabo Verde, Sao Tome y Principe, Mauricio, Ghana, Suráfrica, Namibia, Botsuana y Senegal. A ellos se agregaron recientemente Lesoto, Malawi, Sierra Leona, Madagascar, Liberia, Benín, Zambia y Kenia.  Aunque su número varía de año en año, los analistas insisten en que la situación ha mejorado. Impera mayor estabilidad política. Pero, conviene señalar que los golpes de Estado que se habían vuelto menos frecuentes (8 en cada una de las 2 décadas anteriores) han aumentado. Van 9 desde 2020.

África subsahariana es diversa: no existe una sola nación más allá del gran desierto.  Las actuales son resultado de la evolución de los grupos originarios que caminaron desde sus primeros lugares hasta ocupar todo el continente y que, por siempre, estuvieron sometidos a hechos que fueron marcando diferencias. Gracias al desarrollo de ciertas ciencias (la lingüística, la etnología, la genética) conocemos mejor esa historia. Algunos hechos (como la expansión bantú que tomó fuerza desde el siglo V a. C. y la islamización iniciada desde el norte en el siglo VI d. C.) influyeron decisivamente en la configuración posterior. Posteriormente, la trata de esclavos, practicada por árabes y europeos, provocó profundos traumas; y la colonización por los imperios modernos impuso fronteras y modos de vida e intensificó las diferencias. Por eso, aunque existen elementos vinculantes desde los primeros tiempos, en la actualidad África presenta situaciones distintas que exigen respuestas adecuadas (como en otras regiones).

África Subsahariana es poco conocida en América Latina, aunque pueblos del lugar están en nuestro origen, no sólo genético (somos resultado de una mezcla de americanos, europeos y subsaharianos), sino cultural. Y aunque los intereses de los países de aquella región coinciden con los de los nuestros. Unos y otros pertenecen al grupo de los no desarrollados y sus economías están basadas en la exportación de materias primas (petróleo, minerales) y el suministro de productos agrícolas. Muchos asuntos, pues, los vinculan. No obstante, América Latina mantiene pocas relaciones con África Subsahariana. Apenas si Brasil tiene allí un buen número (28) de embajadas. Venezuela sólo 13. No se estudia su historia ni los problemas de sus más de 600 millones de habitantes. Pocos saben entre nosotros que quienes llegaron en los barcos negreros procedían de las costas del golfo de Guinea o del Congo y Angola y hablaban una lengua bantú.

Ningún pueblo tiene un destino predeterminado. Cada uno es resultado de una cierta historia, más o menos larga, que determina sus circunstancias actuales y, especialmente, su idea de la sociedad que pretende realizar. Distintos factores influyen en su conformación, en sus aspiraciones. En muchos casos, les fueron impuestos desde el exterior, con diferentes grados de aceptación. Por eso, algunos todavía discuten su futuro. Por lo demás, cada pueblo tiene la posibilidad de cambiar la idea de su destino. Parece, pues, que en algunos países las décadas transcurridas desde la independencia han sido de ensayo, de búsquedas para el tiempo por venir.

Twitter: @JesusRondonN


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