Integridad expresa la calidad de íntegro, de ser o estar completo. Una cosa está completa cuando tiene todas sus partes y éstas funcionan armónicamente, como un reloj, un motor, etc. Si a uno de esos objetos le faltase una pieza, cualquiera que ella fuese, su funcionamiento se vería afectado y probablemente se paralizaría, tan dependiente es el todo de sus partes. ¿De un ser humano se podría decir que es íntegro porque su organismo está completo y saludable? Sí, pero ese no es el sentido que asume el término cuando se aplica a una persona. En este caso se usa la palabra en sentido figurado para designar una integridad de características distintas.

Esta integridad es más compleja y menos evidente, porque no se refiere al cuerpo sino a la personalidad, esa vasta entidad del ser humano que emerge de su corporalidad, la trasciende y crea una realidad distinta y superior. La personalidad se desarrolla en cuatro grandes dimensiones del hombre: pensamiento, sentimiento, palabra y obra. Pensar, sentir, hablar y actuar coherentemente, sin que esas funciones se contradigan por razones de conveniencia, es el tipo de integridad que queremos destacar.

¿Quién es capaz de actuar siempre sin traicionar la estructura de su personalidad? ¿Quién puede, en ese sentido, ser completamente íntegro? Muy pocos, quizás nadie. Una persona con esas características difícilmente podría vivir entre sus semejantes. En todo caso, no lo haría por mucho tiempo. ¿Ejemplos? Los profetas, rebeldes, reformadores, inconformes y luchadores de toda laya que mantuvieron firmes sus convicciones frente a los poderes constituidos.

En la historia hay magníficos ejemplos de integridad. De ellos, uno de los que más admiro es el de Sócrates, porque se enmarca en la más pura racionalidad, ajeno a las pasiones, los fanatismos y otras manifestaciones de la conducta humana que suelen causar más daños que beneficios. Sócrates era aquel filósofo griego que utilizaba el diálogo y la controversia como herramientas de la razón. Llamaba a ese método suyo la “mayeútica», es decir, el arte de facilitar el parto, el doloroso y difícil esfuerzo de dar a luz la verdad. Un día cualquiera, Sócrates se interesaba por un tema en particular, la justicia, por ejemplo, y comenzaba a razonar sobre ella. Pese a que lo hacía con mucha propiedad no quedaba satisfecho de sus resultados y llegaba a la conclusión de que sabía muy poco o nada sobre el particular. Se iba a la plaza pública o Ágora y esperaba que pasara por allí alguien, que por su oficio y posición debería saber mucho del asunto, en este caso un magistrado de alto rango. Sócrates lo abordaba y comenzaba a dialogar con él sobre la justicia, su concepción y su aplicación.

Hacía preguntas y obtenía respuestas de su interlocutor. A tales respuestas Sócrates oponía razones y consideraciones que el magistrado no había tomado en cuenta, por lo que éste intentaba una nueva respuesta con el mismo resultado, y así sucesivamente. Al final, el magistrado, molesto por no poder demostrar a Sócrates lo que era la justicia y además consciente que sabía menos que aquél sobre el tema, se retiraba molesto con el empecinado filósofo.  Esa reiterada actividad “partera” de Socrátes terminó irritando mucho a sus conciudadanos, y no precisamente a los más humildes, sino a los más encumbrados y poderosos, quienes a la postre le siguieron un juicio y lo condenaron a muerte mediante el empleo de la cicuta, veneno que el condenado debía ingerir por sus propias manos.

Pero dejaron abiertas las posibilidades de que escapara y se fuera a otra ciudad griega donde sería muy bien recibido. Permitieron que su amigo Critón lo visitara en prisión y le propusiera un plan de fuga. En tales circunstancias tiene lugar uno de los diálogos más hermosos del filósofo en el que pone de manifiesto su admirable integridad: por sus sentimientos no podía abandonar Atenas, cuidad que amaba por sobre todas las otras; por sus pensamientos no podía denigrar de las leyes de la ciudad que lo habían formado y protegido durante toda su vida; por su prédica, empeñada en la búsqueda de la verdad, no podía huir poniendo en entredicho sus palabras y, en definitiva, por todo lo que significaba su vida, no podía demostrar, al final de ella, que temía a la muerte y que por rehuirla era capaz de traicionar sus convicciones y convertirse en un fugitivo. Por todas esas razones rechaza el plan de fuga de su amigo, toma la cicuta y muere.

No todos los hombres somos como Sócrates, ¿quién lo duda?  Pero podríamos intentar una aproximación a él. Si ello fuera posible el mundo sería mejor, se evitarían muchos males y calamidades, el hombre sería más feliz y no basaría sus esperanzas en otro mundo, más justo y deseable, situado allende la realidad objetiva en la que nacemos, vivimos y morimos.

 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!