La integración económica y política de esta región no se ha logrado por múltiples factores. Unos relacionados con la naturaleza de sus gobiernos y otros a los intereses particulares de las élites políticas y económicas. No hablemos sobre la vocación integracionista y las ventajas comparativas en cuanto a historia, geografía, lingüística y otras que son el sustento estructural para justificar todo esfuerzo por lograr una región más articulada.

Una de las détentes que frenó el proceso de integración regional que se inició este milenio fue sin duda las corruptelas que se generaron desde la empresa brasileña Odebrecht. Caso trágico que pareciera olvidarse de la psiquis colectiva latinoamericana. La compra de voluntades vía corrupción llana y simple de gobiernos y funcionarios por parte de esta empresa fue una estocada mortal para la generación de confianza en el sector empresarial latinoamericano.

Cuando más necesitaba la región de un modelo de gestión eficiente empresarial que fuera regional y capaz de competir con cualquier empresa transnacional, Odebrecht cerró la evolución de confianza que su exitosa gestión había logrado ante muchos Estados y en el sector de la infraestructura especialmente.

Latinoamérica necesitaba una transnacional competitiva y transparente para arrastrar a otras similares hacia un mercado regional ávido de contar con capacidades propias para el desarrollo de importantes obras de infraestructura.

Lo cierto es que los intentos de integración que omitan o acepten corrupción y corruptos están condenados al fracaso. La falta de códigos anticorrupción, más allá de los formales y no vinculantes establecidos en los organismos internacionales, es un problema. La conchupancia y las solidaridades automáticas entre los gobiernos y sus contrapartes son sin duda una estocada permanente al saneamiento estructural de la gobernanza en la región. Las leyes anticorrupción no pueden ser un vehículo para fomentar la persecución política por una parte, mientras que la opinión pública es testigo de los múltiples desafueros de quienes gobiernan, que a todas luces están aprovechando los bienes del Estado. El doble rasero al que los gobiernos se han acostumbrado para tratar estos hechos es sin duda un despropósito. No hay corrupción ni de derecha ni de izquierda. No hay buenos burócratas corruptos. El que se corrompe igual daño hace a parte de su sociedad.

Mientras escribía una nota de prensa señalaba, por ejemplo, que “el Tribunal de Cuentas, órgano que fiscaliza el Estado brasileño, dio a Jair Bolsonaro un plazo de cinco días para que entregue al actual gobierno las joyas de la lujosa marca suiza Chopard que le obsequiaron las autoridades saudíes en 2021”. Bien respondía la periodista Patricia Janiot: “Un presidente debería tener un código de ética con relación a los obsequios. Nadie regala joyas valoradas en millones de dólares a cambio de nada”.

El presidente Gustavo Petro dio un ejemplo con el manejo de las denuncias que relacionan a su hijo y el aprovechamiento de dineros malhabidos entregados para su campaña electoral. Que la justicia se encargue. Si la lucha anticorrupción no se apodera de los mecanismos de la integración, difícilmente las naciones lograrán impulsar una unidad sólida y próspera.


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