El nuevo Joker es símbolo de las cenizas de un arquetipo, reducido al esqueleto de una triste figura de cuyo nombre nadie se acuerda en la mancha de su aniversario.

El fin de la historia quiso convertirlo en la imagen kitsch del cuadro del típico payaso inofensivo y tristón, con dificultad para expresar cualquier emoción que no sea un mal chiste.

Al personaje lo ha abandonado el estado de bienestar, la sociedad del éxito, la franja prepotente de los aristócratas en el poder, la solidaridad de los “camaradas” del proletariado, la izquierda y la derecha.

Veamos en él a un representante de una mayoría silenciosa que explotan los políticos, cuando quieren elecciones, pero que han procurado ignorar en el centro de su toma de decisiones.

El Joker es el ciudadano al que nadie consulta para definir plan alguno. Irónicamente, la película que lo retrata será instrumentada por comunistas y capitalistas, aunque ambos sectores reciben críticas inclementes de la cinta, desde lo que se palpa en la desmitificación de las propuestas republicanas y demócratas.

Al progresismo, la historia de Arthur les lucirá como un guiño marxista de la lucha de pobres contra ricos, cuando en realidad expone la muy cruda verdad de cómo termina una república, de cómo se desploma una democracia moderna, para imponerse un régimen de descontrol y caos que se siente en las calles de las ciudades góticas de Ecuador, Venezuela y Hong Kong.

Aun así, la pobre madre enferma del protagonista se las ha arreglado, como puede, para brindarle una mínima educación con unos ciertos valores de empatía, que tal parecen que tampoco funcionan para mucho ante la liga de la injusticia de los tecnócratas como el señor Wayne, auténtico villano de la obra frente a la nobleza del esquizofrénico.

Guasón sonríe y siempre dibuja un rostro de felicidad, a pesar de ser hostigado, acosado, humillado, golpeado y burlado por los hombres anónimos de su misma condición.

El colmo llega, fuera de la sala, en la impostura de colegas de la crítica que han optado por desconocer el impacto del filme, al tomarlo por una versión aséptica de un cómic, que linda con la solemnidad del arte del cine enemigo y de la propia negación del género.

Más improductivo resulta detenerse a contestar a las múltiples firmas diluidas que despachan el tema con argumentos flojos de moral y luces.

Váyanse a quejar con algún comisario de la censura del CNAC y que de paso les expliquen por qué prohibieron el estreno de Infección en la cartelera.

Al final, ha tenido sentido esperar por un largometraje como Joker en un año de una aburrida nostalgia, de una consoladora mirada consensual y negociadora que encumbra vacuidades efímeras como Green Book en el Oscar.

A lo sumo, consentiría que la contracultura y la rebeldía suponen una estrategia que ha aprovechado la industria, por décadas. De repente, el asunto comenzó con el Hollywood de los autores de los setenta, que inspiran la sedición estética del terrorista que Joaquin Phoenix ha logrado erigir en un emblema de la gracia y la libertad del arte iconoclasta.

Después de todo, que no nos roben la victoria del indecente, del perverso, del irresistible, del tragicómico, del monstruoso, del psicótico arlequín que ha recuperado la dignidad de una era perdida, de un milenio que pensó que el futuro estaba en la racionalidad de los caballeros oscuros que nos trajeron de vuelta al infierno, en medio de sus contradicciones.

Déjenme celebrar que Joker me permita soñar con el cine, de conciencia expandida, como antes lo hicieron La naranja mecánica, Taxi Driver, El exorcista y Atrapado sin salida.

La broma macabra de 2019 es que una película plantee el ascenso de un reinado de guasones, de outsiders, de resistentes, de desordenados que se hartaron de la hipocresía, del juego.

La complejidad psicoanalítica nos conduce por una lectura de carácter inverso.

Es obvio que el Joker es el único cuerdo en un mundo de locos.

El presente lo contagió de una sonrisa nerviosa que constituye el cementerio y a la vez el ave fénix para el desarrollo del cine de superhéroes.

En síntesis, una distopía anarquista que hace honores a Chaplin y Fellini.


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