Belén Lobo con su hijo Boris

En 1969 los maridos diseminados por todo el mundo se sobresaltaron y se enojaron con razón al saber que Richard Burton le obsequiaba a Elizabeth Taylor un diamante surafricano de 68 quilates que costaba 307.000 dólares y comenzó a llamarse el Burton-Taylor, pero no contento con semejante regalo le puso en el cuello la famosa Peregrina de Cartier, un collar de perlas, diamantes y rubíes rematado con una impresionante perla en forma de pera. El justificado encono y rencor de los maridos se explicaba por la pregunta que todos se hicieron: ¿qué vamos a regalar ahora a nuestras esposas? Debo decir que personalmente no tuve que mortificarme porque Belén no era una esposa sino un diamante mucho más valioso que el Burton-Taylor. Recogí una piedra muy pequeña en el jardín de mi casa; se la ofrecí como un regalo espléndido e inesperado y ella lo recibió con una emoción más ardorosa que la que cruzó por el rostro de la actriz de ojos azules tan intensos que parecían de color violeta cuando vio el diamante que el generoso Burton puso en sus manos.

Entre Belén y yo no se interpuso nunca ninguna avidez por el dinero, mucho menos por la legendaria atracción que ejercen el oro y los diamantes sobre la tristeza humana. ¿Qué era lo que decía Rembrandt? «¡Es en un estercolero donde encuentro los rubíes y los diamantes!». Quería significar que sus joyas más espléndidas eran las obras que producía la maestría de su pintura. Belén logró el milagro de deslizarse casi en el aire cada vez que enfrentaba la imperecedera incertidumbre de la danza, es decir, del movimiento y yo aún insisto en creerme escritor solo porque he descubierto que hay una rara música inaudible que se esconde detrás de las palabras y las hace vivir. Ella y yo cultivamos la certeza de que esos dones son más verdaderos que el color violeta de los ojos de la Taylor, el truco de la doble pestaña y su costoso diamante africano.

La danza que daba vida a mi mujer descansa en el movimiento del cuerpo y en la rica inquietud del alma, pero tanto ella como yo sosteníamos que paradójicamente la pureza del movimiento duerme, sueña y se envanece en la inmovilidad, de la misma manera que la música mas gloriosa se esconde detrás del silencio, pero buscamos el sonido que se oculta en el silencio solo para constatar cómo la leve pluma de un ave al caer resuena con estrépito en las profundidades del silencio. Arthur Rimbaud sentó a la belleza en sus rodillas y la encontró amarga y la injurió. Pero la inmóvil y amada mujer mexicana de Amado Nervo desafía a la Muerte y vive y se agita cada vez que alguien la nombra, y lo mismo hacen las mujeres de Poe cuando regresan de la muerte y sé que en lo más profundo de las rocas se mueve y se estremece un tiempo que no evita que las rocas permanezcan petrificadas, por ser ellas mismas inmóviles presencias de eternidad.

Anoto una palabra, la primera que me viene en mente y es ella la que imprimirá movimiento a lo que seguidamente escribiré; es como el disparo que inicia la competencia atlética: determina el movimiento que establecerá el tiempo que se tomará la escritura porque una palabra llamará o convocará a otra tomándose su propio tiempo. Es lo que hace el pintor cuando provoca alguna mancha en la tela o limpia los pinceles en ella y las aprovecha para comenzar a pintar y a crear nuevas formas que esas manchas podrían sugerirle. En ambos casos no importan tanto los usos sintácticos o las técnicas del artista plástico sino la belleza, coherencia y claridad de lo que se quiere expresar, lo que el espíritu lleva consigo. Y es en la inmovilidad del movimiento donde deposito los rubíes y diamantes de los mejores anhelos de la aventura que ha sido y sigue siendo mi propia vida.


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