Ilustración: Juan Diego Avendaño

En estos meses, mientras miles de venezolanos se sumaban a los millones que ya viven fuera, nuevos hechos vinieron a confirmar la inmensidad de la tragedia que se abatió sobre ese pueblo considerado hasta tiempos recientes como afortunado en su destino. Oficiales del régimen debieron reconocer que una “banda” de altos funcionarios se había apropiado de millardos de dólares de los ingresos petroleros. Y semanas después un tribunal federal norteamericano fijó fecha para iniciar la subasta de Citgo (filial de Pdvsa), para pagar a los acreedores del Estado venezolano. Se confirmó, así, que quedaban pocos recursos para financiar el desarrollo futuro.

Para 1999 Venezuela era, junto con Costa Rica y Colombia, una de las democracias más antiguas (y respetadas) de América Latina. Establecida en 1958, había logrado superar las viejas tendencias autocráticas y los intentos animados y armados desde el exterior (Cuba) para implantar una dictadura “revolucionaria”. Fundada sobre partidos de masas bien organizados y dotada de una clase media bien preparada, parecía sólida y capaz de enfrentar –con la utilización racional de su riqueza petrolera– los peligros que la acosaban. Porque no había logrado poner remedio a algunos vicios y prácticas seculares (populismo, ineficiencia administrativa, corrupción) que le impedían responder a las aspiraciones de los ciudadanos: reducción sostenida de la pobreza, participación en los asuntos públicos, buenos servicios públicos. Con ese propósito se había iniciado un proceso de reformas que no avanzaba con la celeridad esperada, lo que había despertado en militares ambiciosos la tentación de la toma del poder.

En 1999, bajo las consignas de proceder a refundar el sistema político y dominar los males de la democracia, así como liberar de la pobreza a millones de personas a quienes no llegaban los beneficios de la riqueza nacional, se inició un movimiento que ofrecía transformar la sociedad para hacerla más participativa y justa. Pero, el resultado ha sido exactamente lo contrario de lo prometido. Se ha establecido una dictadura totalitaria, de partido único que cuenta con el apoyo de la fuerza armada, que adoptó la forma de brazo armado del grupo en poder (¡más milicia que ejército!). Se desconoció el estado de derecho, se sustituyeron las instituciones republicanas y se violaron todos los derechos humanos. Miles murieron en enfrentamiento con las autoridades, fueron encarcelados o sometidos a procedimientos represivos. Venezuela figura en los últimos lugares en los índices democráticos más imparciales (de Freedom House o de Economist Intelligence Unit’s).

Aunque para 1999 Venezuela no había alcanzado los niveles del desarrollo sostenido, se encontraba en posición privilegiada en América Latina. La economía era la cuarta de la región, tras Brasil, México y Argentina. Los indicadores sociales (educación, salud, esperanza de vida) eran satisfactorios. Se había iniciado la descentralización política y las cifras de distintos organismos mostraban que el país salía de la crisis que lo afectaba desde comienzos de la década anterior (1982-1989). De 1990 a 1998 el pib creció 34,3%. El aumento de los precios petroleros que se produjo en los años siguientes le permitió recibir importantes recursos (nunca imaginados). Tuvo entonces la oportunidad de incorporarse al grupo de más alto desarrollo. Lamentablemente, aquellos ingresos no fueron bien invertidos. Se despilfarraron. Se emplearon en “ensayos socialistas” condenados al fracaso, en medidas populistas para asegurarse el control del poder y, también, para enriquecer a la nueva clase política dirigente.

Desde 1999 los ingresos fiscales se multiplicaron: los provenientes de la explotación petrolera sumaron durante las dos décadas siguientes más de un billón de dólares. A estos deben agregarse los obtenidos del crédito internacional. Pero, el mal manejo de la economía provocó una altísima inflación, con sucesivas devaluaciones de la moneda; y la mala administración de Pdvsa llevó a la caída de la producción (menos de 500.000 bpd). Lo mismo ocurrió en otros sectores: agricultura, industria, comercio (afectados por las confiscaciones). Como consecuencia, el pib después de expandirse se contrajo: de $371,34 millardos en 2013 a $47,26 millardos en 2022. La población (94,5%) se empobreció: 76,6% vive en pobreza extrema. El salario mínimo es apenas de $5,41 mensuales.  Como no se han cumplido las tareas de mantenimiento, el país está menos dotado que antes; y la gente carece de los servicios esenciales. El balance (recursos–beneficios) es, pues, negativo.

La apropiación de los recursos públicos por los gobernantes es una práctica endémica en América Latina. Como se ha recordado antes en esta columna, comenzó durante la conquista adelantada por la Corona española, y se ha mantenido hasta hoy. Nada ha podido evitarla. Fue tolerada –¡y promovida!– durante la guerra de emancipación (y en muchos de los conflictos que la siguieron). Pero, pocas veces se observó un proceso – generalizado y continuo– como el que ha acompañado al régimen chavista. El monto de lo desviado no se ha determinado con exactitud; y tal vez no pueda cuantificarse nunca. Investigadores lo sitúan entre 300 y 500 millardos de dólares. Dos poderosos ministros de petróleo –uno del “caudillo”, otro del sucesor (ambos en desgracia)– se acusaron mutuamente de apoderarse de miles de millones de dólares. Y en tribunales extranjeros antiguos funcionarios han admitido haberse apropiado de enormes sumas (que depositaron en el exterior).

Entre las razones esgrimidas para justificar la felonía militar (1992) aparecía la “corrupción” imperante en el sistema. Ocultaba las verdaderas intenciones de los promotores de aquel movimiento. Resulta ahora evidente que, junto a “la ambición de poder” de su conductor, desde años antes los movía el propósito de usufructuar privilegios y amasar fortunas.  Las consignas “revolucionarias” de los primeros documentos sólo servían para atraer la adhesión de las masas golpeadas por la crisis económica. Ya en el poder, se manifestaron aquellas tendencias, que se exacerbaron por la eliminación de los controles constitucionales sobre la administración y el apoyo incondicional del caudillo a sus colaboradores. No las frenó la declaración del carácter “socialista” de la revolución. El aumento de los ingresos petroleros permitió a los dirigentes y sus allegados desviar recursos a patrimonios particulares, que asombran por su magnitud. Están ubicados, como quedó demostrado en juicios, en todas partes del mundo.             

Poco después de la nacionalización petrolera (1976), Pdvsa, instrumento impulsor del desarrollo, se convirtió en una de las empresas más importantes del mundo. Su producción alcanzó 3,5 millones de bpd y realizó numerosas inversiones en el exterior: refinerías y terminales en Estados Unidos, el Caribe y diversos lugares de Europa (Alemania, Suecia, Inglaterra). Entre esas inversiones destacaba Citgo que poseía 14.885 estaciones de servicio en el Norte. Con los beneficios de la producción petrolera y de las inversiones realizadas, Pdvsa podía garantizar por décadas los recursos para atender las necesidades básicas e impulsar la transformación definitiva del país. Pero, con la “revolución”, la petrolera, “roja, rojita”, abandonó las buenas prácticas administrativas y asumió tareas extrañas a su objeto. Pasó a ser bodega del populismo (y “saco roto” para la corrupción”). Se desprendió de las inversiones en el extranjero (ligadas al sistema económico mundial). De la empresa emblemática sólo quedan ruinas.

Tal como unos pitazos marcaron el desmantelamiento de la petrolera, un dedo confiscador ordenó el asalto a la empresa privada. En momentos de soberbia, más de 2.000 empresas que generaban empleos, producían riqueza y pagaban impuestos fueron arrebatadas a sus dueños: explotaciones agrícolas, distribuidoras de insumos, plantas industriales, equipos de transporte, barcos, compañías de telecomunicaciones, centrales azucareros, edificios residenciales o comerciales, bancos, complejos editoriales, estaciones de televisión y de radio. Al mismo tiempo, cesaron las labores de mantenimiento de la infraestructura: hospitales, carreteras, escuelas, instalaciones eléctricas, campos deportivos, represas, parques, puentes, acueductos. Así, en ruinas se convirtió la obra levantada por los venezolanos durante casi un siglo. Y para que la miseria fuera permanente entre 2011 y 2012 se ordenó el retorno de las reservas en oro depositados en bancos en el exterior, cumplido en operaciones muy publicitadas (con soldados y tanques). Una década después nada queda de aquellas.

No parece que en Venezuela se den pasos para establecer un sistema político que permita mediante un esfuerzo nacional utilizar los recursos para sentar las bases del desarrollo sostenido. El régimen existente apenas muestra interés en prolongar su permanencia en el poder. En la oposición, sólo se pide la salida del dictador; pero, no se ofrece un programa para “rehacer” el país. Se requiere “volver a hacer” lo que se destruyó, pues el país que fue “esperanza” para millones de hombres y mujeres del mundo ya no existe. Sólo un gran movimiento popular puede imponer y emprender esa tarea.

@JesusRondonN


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