En Santa Marta, Colombia, en la Quinta San Pedro Alejandrino, en una hacienda con aroma de ron, papelón y miel, entre el danzar triste de las hojas de árboles que ante un luto inminente desnudan su piel, un agonizante caraqueño, otrora fuerte, valiente, ambidiestro con la espada y exitoso estratega militar, escupe dolor con sangre y barnizado con cólicos y sudores fríos, le reprocha a la muerte haberle robado a su padre a los dos años, a su madre a los nueve y a su esposa a los veinte.

El sudor humedece su piel y la tos lacera implacable su pecho al golpearlo tiránicamente como si su corazón intentara salir y romper su cuerpo desde adentro. El doctor Reverend, médico francés que lo atiende en sus últimos momentos, diagnostica tuberculosis, la misma enfermedad que en años distintos le arrebató a ambos padres.

—Lo extrañé, general Bolívar –dijo María Teresa del Toro y Alayza- me dolió que la fiebre amarilla me obligara a morir cuando mi inocencia, extraviada entre sus brazos, apenas descubría el amor… ocho meses de casados sí, muy poco, pero la muerte que ayer nos separó hoy nos unirá. Usted, amado Libertador, mi orgullo, la bendición más grande de América Latina, ahora debe partir… No. No hable. Solo escuche: dejará su dolor en ese cuerpo y en este pueblo que ya no lo quiere, pero antes, le aclararé una duda que siempre tuvo… Usted tenía razón. Si yo no hubiese muerto, su vida habría sido otra y no la de un Libertador… Dios sabe por qué hace sus cosas.

El enfermo, tembloroso, demacrado y envejecido más allá de sus 47 años, exhibe mejillas hundidas que buscan refugio bajo negras ojeras que despiadadas vaticinan el triunfo de la muerte.

—Por años soñé con usted, amada María Teresa –el general Bolívar, en un intento por hablar, hace una mueca espantosa– Su partida, que fue una fatalidad para mí, cambió el destino de muchas naciones pero, amor, cumplí mi juramento. ¡Jamás volví a casarme! –con voz ininteligible por la tos, añade–, no comprendo qué hace aquí.

—Vine por usted.

Dicen que al morir recorremos nuestros pasos y vemos imágenes de nuestra vida. Dicen que vemos amores y amantes que partieron antes que nosotros. Dicen que podemos dar saltos en el tiempo, tal vez por eso María Teresa, la difunta esposa de Simón, tomó a su amado y lo llevó hacia el futuro. El Libertador no podía creer lo que años después, siglos después, ocurrió tras su muerte… Al ver el presente que vive la Venezuela del año 2020, recordó un trozo de su última proclama.

“… habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabas de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono”.

De manera espectral, Bolívar continuó caminando por el siglo XXI. No le gustó lo que vio. Adolorido e indignado, no comprendía por qué se deshizo la unión ni cuándo, al perderse la democracia, se extravió la libertad. Por vergüenza, seguramente fue por eso, la dignidad, la moral y los principios se ocultaron sigilosamente en el fondo de los hombres buenos, de los hombres honestos que nacieron en un país por el cual dio su vida y allí, ahora duermen. Ojalá esas virtudes despierten pronto.

Al encontrarse en el umbral de sus últimos momentos, Bolívar comprendió que la vida, la muerte, el destino o quizás todos juntos, le hicieron una mala jugada ya que un 17 de diciembre de 1819 se declaró la unión de Venezuela y Nueva Granada, nacía su sueño: ¡la Gran Colombia! Y he aquí la ironía o la coincidencia porque el mismo mes y día pero 11 años después, un 17 de diciembre de 1830, el general Bolívar muere y su sueño se fractura en pedazos.

La camisa roída del Libertador, testigo de su último delirio, lo alejó del acaudalado mantuano quien, años atrás, amó y bailó con las mujeres más hermosas y deseadas de su época.

—Señores, el Libertador ni muerto merece una camisa rota– dijo el doctor Reverend al terminar la autopsia.

Una camisa de seda blanca prestada por su leal amigo, el general José Laurencio Silva, fue su mortaja.

Bolívar murió triste y decepcionado. El general Sucre, su amigo, fue asesinado; la Gran Colombia se disolvió y le fue prohibido regresar a Venezuela. Al ver traicionado sus ideales, sintió que sus venas reventaron y quemaron sus sueños, luego, el desprecio de aquellos a quienes con valor y pasión él había liberado, lo hirieron de forma mortal. ¡Ingratos todos!

—Vámonos, Simón. Su destino se ha cumplido. Como dijo alguna vez: usted la hizo libre, en manos de ellos queda hacerla próspera.

María Teresa, aún joven, dulce y bella, posó su amor sobre los sueños heridos de Bolívar y en ese, su último viaje, unió para siempre su alma a la de este hombre triste… en ese instante, Dios le concedió el descanso al Libertador de América.

@jortegac15


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