A fin de comprender el paso de una concepción antropocéntrica a otra orbicéntrica, debemos intuir primeramente las coordenadas ontológicas y metafísicas que el mismo podría tener. En principio, esta pandemia —que ha fungido de acelerante para un cambio que ya venía en curso— ha resignificado el espacio en tanto que categoría metafísica. Lo que Augé planteaba como no-lugar, zona de tránsito carente de significación identitaria, ha dejado de existir siquiera temporalmente. Aeropuertos y estaciones de trenes, desiertas, pasaron de ser un no-lugar a convertirse en un topos inaccesible.

Nuestros hogares —que se suponía debían ser espacios que definían nuestra identidad y que la Modernidad había vaciado de significado al convertirlos en sitios donde solo pernoctábamos, esto es, no-lugares— recobraron para sí la dimensión semántica del lugar antropológico. Tras el confinamiento sanitario, el regreso a las calles supondrá también una valoración metafísica de esos no-lugares, pues en nuestro encierro los hemos pensado y dimensionado.

La cuarentena nos colocó, si lo miramos bien, en una dinámica similar a la que se vivía antes de la Modernidad cuando las familias tenían en sus casas el centro vital y productivo —y no en la oficina como ocurre hoy—. Ello nos demostró que es posible pensar otro modus vivendi, otro modus habitandi y otro modus laborandi distintos a los que nos ha ofrecido prioritariamente la sociedad moderna, con lo cual sería previsible un ascenso del teletrabajo en los próximos meses y años, factible gracias a la Revolución Informática y a la globalización.

La trayectoria de este vector antropológico colocará mucho del quehacer productivo en casa y poco de la actividad socializadora en las calles. El mundo al que arribarán nuestros nietos tendrá no pocas aristas de eso que Juan José Trillos y Miguen Ángel Trillos llaman autismo social. Ya vamos teniendo algunos indicios de ello en el modo como los jóvenes se relacionan con la tecnología abstrayéndose de lo sociopresencial.

Otro espacio que se ha resignificado es el homo intimo de san Agustín, que yo defino —partiendo de un concepto que enunció, pero no desarrolló, el filósofo español Manuel Mindán— el horizonte interior, entendido como aquella dimensión íntima de mutua correspondencia entre la verdad y la libertad, de una parte, y el entendimiento y la voluntad, de otra parte y correlativamente. Nuestros modos de conocer y querer han sido alterados por la pandemia y, por consiguiente, nuestras maneras de interiorizar el cosmos y exteriorizar el logos. Estamos empezando a buscar otro lenguaje interior que afectará indefectiblemente, por ejemplo, al arte y la filosofía.

Se trata de un cambio ontológico que nos ha colocado ante las cosas desatando nuestros límites para descubrirlas desde otra perspectiva metafísica y facultándonos para movernos ante ellas y hacia ellas, también desde otra mirada. En términos heideggerianos, diríamos que la pandemia nos ha desocultado otro mundo del que ya teníamos algunas intuiciones, un locus evanescendi (lugar de la esfumación) en el que las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) se han multiplicado exponencialmente y de modo inédito, un mundo frente al cual nuestra interioridad comienza a sentirse interpelada sin encontrar aún las respuestas…

Otra categoría metafísica afectada por el coronavirus es la del correlato del espacio: el tiempo, pero antes advierto que me aventuraré a hacer una apreciación estrictamente personal y atrevida del problema. Al margen de las consideraciones académico-filosóficas, existe un modo popular de concebir el tiempo que se me antoja como una suerte de sincretismo entre la concepción escolástica y el materialismo dialéctico: el tiempo es la duración del ser (escolástica) y dicha duración es la que hace posible que el mundo sea (materialismo dialéctico).

Ahora bien, tal concepción es fenoménica porque responde más a un devenir que a un ser o estar. Este devenir, sin embargo, no es esencial, sino accidental, incluso diría que cosmético: es la máscara, no el rostro del tiempo. Nuestra temporalidad, para rescatar la idea heideggeriana del hombre angustiado por su modo de ser, ya no es la temporalidad del ser, sino la temporalidad del parecer, una conciencia del presente según el ser-(en-apariencia)-en-el-mundo que vive un tempus nebulae (tiempo de niebla).

La apariencia, ciertamente, es un modo complejo del ser al que corresponde una concepción, también compleja, del presente. Esta temporalidad del devenir —que, según hemos dicho, no lo es del ser ni del estar— podría suponer, como ya parece indicar, una quiebra de la sucesión temporal en una simultaneidad de presentes auspiciada por las TIC. Viajamos hacia un mundo de una plasticidad temporal sin precedentes en el que los jóvenes necesariamente definirán una nueva relación ser-tiempo y, con ella, otra perspectiva ontológica para sobrevivir al tránsito en la niebla, otro modo de ser-en-crisis que nos invite a desocultar el ser auténtico… el rostro tras la máscara.


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