La pandemia del coronavirus tiene una significación lo suficientemente global como para que sea el disparador de una inflexión antropológica al estilo de la que se vivió al cabo de la II Guerra Mundial. La proximidad de la muerte, en algunos casos, y el imperativo de pausar y aislar nuestras vidas, en otros, nos inducen a pensarnos en términos distintos de los habituales, esto es, desde categorías metafísicas, toda vez que los problemas planteados comprometen las cuestiones últimas y primeras de la existencia.

La crisis antropológica en la que nos ha colocado esta pandemia es tanática, bien porque nos hayamos enfrentado al deceso de seres queridos, bien porque temamos morir, o bien porque el aislamiento sanitario y su consecuente detenimiento de la vida social supongan ser, metafóricamente, una especie de muerte temporal. En todo caso, el coronavirus ha hecho que nos pensemos desde el límite. La muerte nunca es un prójimo irrelevante. La sensación de llegar al final de algo, tampoco… Y estamos transitando el término de un modus essendi, un modo de ser.

El salto que daremos, como cualquier giro de la humanidad, será lento. Quizás tome algunas décadas apreciarlo conforme a nuestros avances tecnológicos y a la textura propia del cambio. En todo caso, llegaremos a la mitad de la centuria con un diseño antropológico que tendrá su inicio en la pandemia del coronavirus y su origen en la revolución informática finisecular.

Antes de preguntarnos por las coordenadas de dicho cambio, es necesario ganar cierta perspectiva histórica remontándonos, siquiera sea superficialmente, a otras inflexiones antropológicas de Occidente. Nos ubicaremos, por tanto, y en primer lugar, en la Grecia a caballo entre los siglos IV y III a. C., cuando surge la filosofía helenística y se desecha la concepción platónico-aristotélica del hombre como soporte de la polis en pro de otra neoplatónica centrada en el ser, que tendría más tarde una gran influencia sobre el cristianismo.

Llegan con el siglo I d. C. la cristiandad y un giro antropológico drástico que tendrá múltiples expresiones durante la Edad Media, todas de corte teocéntrico, las cuales harán crisis con la peste negra en la segunda mitad del siglo XIV y el surgimiento del humanismo renacentista que coloca nuevamente al hombre en el centro del pensamiento, pero esta vez bajo una mirada multívoca.

A mediados del siglo XVIII, la Ilustración pone en marcha los mecanismos de una concepción racionalista del hombre que promoverá varios movimientos emblemáticos de la modernidad: la Primera Revolución Industrial y la Revolución francesa a fines de dicho siglo, el positivismo en la segunda mitad del siglo XIX y la Segunda Revolución Industrial entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Todo el proyecto moderno, no obstante, será puesto en crisis después de la II Guerra Mundial cuando surge un caleidoscopio de concepciones, existencialistas en su mayoría, promovido por un conglomerado de movimientos filosófico-artísticos al que suele llamarse posmodernidad, al mismo tiempo que avanzan, indiferentes a ello, la Tercera Revolución Industrial y la globalización. Es en este pulso entre modernidad y posmodernidad en el que nos ha sorprendido el coronavirus y tras el cual propenderemos a una inflexión antropológica.

Conviene, ahora sí, preguntarse por la textura de dicho cambio, con lo cual entraremos al farragoso terreno de lo hipotético. Si miramos bien el superficial periplo que hemos dibujado, la última gran inflexión antropológica fue la del Renacimiento. En ella está el origen (no el inicio) de la modernidad, y desde entonces el hombre no ha dejado de ser, en apariencia, el núcleo de la concepción filosófica. ¿Qué nos ha mostrado esta pandemia? Que no lo era, al menos no exclusivamente…

Con el advenimiento de la Tercera Revolución Industrial, también han ocupado el centro de la cuestión filosófica los procesos tecnológicos y la globalización, reduciéndose así la reflexión nuclear sobre la humanidad. De una parte, tenemos los textos que desde la filosofía de la ciencia y de la economía otorgan a la tecnología y al capital, respectivamente, un núcleo que tiende a eclipsar el de la persona humana. De otro lado, están las obras del pensamiento posmoderno que luchan por mantener la centralidad que le otorgó al hombre la misma modernidad que hoy se la niega.

Sería muy tentador decir que avanzamos hacia una síntesis de la antinomia modernidad-posmodernidad, pero no es así porque esta solo es superficial: nos globalizaremos radicalmente para encarar con resolución cualquier amenaza mundial más seria que el coronavirus en un nuevo orden en el que, muy probablemente, el hombre ya no sea el centro sistémico del pensamiento, sino el mundo.

Es probable que la síntesis sea finalmente entre la concepción teocéntrica medieval y la antropocéntrica moderna (antinomia aún muy presente en la civilización occidental)… que avancemos a un factible modelo orbicéntrico, en el que las realidades y procesos pannacionales cobrarán cada vez más protagonismo. En mi modo de concebir las cosas, nos dirigimos hacia una panhumanidad y su respectivo panhumanismo en los que, paradójicamente, la persona humana no será el centro porque el énfasis estará en el prefijo y no en la raíz de esas palabras. Si prestamos atención a la queja baumaniana sobre la modernidad líquida, notaremos el trazado de la trayectoria. La pregunta es, por tanto, ¿cómo avanzar en dicha dirección sin deshumanizarnos?


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!