Era casi mediodía. Estaba con mi pareja en Santa Rosa de Lima, Caracas. Escribía un artículo que llevaría al diario El Nacional (Puente Nuevo a Puerto Escondido). El presidente Luis Herrera Campíns comenzaba su mandato. Recibí una llamada del escritor, abogado y amigo barquisimetano Teódulo López Meléndez.

―Albert, por favor –me dijo en tono autoritario, malhumorado y con su severa voz (de barítono)-. Tienes que ir, de inmediato, al Palacio de Miraflores e informar allá que me accidenté en Nirgua (estado Yaracuy-Venezuela) cuando iba hacia Caracas: asumiré el cargo de «viceministro de la Cultura». Luis me espera para juramentarme. Me notificó y decidí viajar con mi vehículo […]

―Pero, Teódulo –inferí-. ¿A quién debo transmitir tu mensaje?

―¡A cualquiera que esté ahí: no me jodas con eso […] Dile a un portero, a los soldados que custodian el Palacio. Que me busquen con un auto del gobierno. Ya dejé mi cacharro en el galpón de un mecánico. No tomaré un bus maltratador!

―Es absurdo, no te arreches. Contrata un taxi para que te deje frente al Palacio de Miraflores. Estoy seguro de que el viaje lo pagará la Presidencia de la República.

―¡Qué vaina contigo, haré lo que sugieres!

Durante el resto de ese día no supe nada más de López Meléndez. A la mañana siguiente, lo escuché gritar –fortísimo- mi nombre cuando subía en el clautromóvil del edificio:

―¡Albert, Albert, Albert […] ¿En cuál piso estás?

Salí del apartamento. Él detenía el ascensor en cada piso, mientras yo lo esperaba en el pasillo del 05.

Nos reunimos, almorzamos y luego lo llevé a la sede del diario El Nacional. Le presenté a Don Julio Barroeta Lara, quien amablemente pautó que algún periodista lo entrevistara los próximos días.

Salimos y fuimos al despacho de Juan Liscano, en Monte Ávila Editores. Teódulo se mostró soberbio ante mi honorable amigo.

―¡Quiero que me publiquen un libro rápidamente aquí, sin trabas de ninguna clase! –exclamó ante la perplejidad de Liscano.

―Déjeme los originales –musitó el poeta, con afabilidad-. No tiene por qué preocuparse […]

Ese encuentro no fue grato. Cuando López Meléndez se adelantó y salió,  Juan me susurró al oído que Teódulo era muy desagradable.

Cada cual regresó a su hospedaje. Al novísimo viceministro de la Cultura el gobierno le pagaba las cuentas en un hotel.

No habían transcurrido dos semanas cuando Liscano me llamó al audivofonovocal. Me invitaba ir con él a una actividad cultural programada en la Casa Rómulo Gallegos (avenida Luis Roche, Altamira), y donde el presidente de Venezuela daría una «clase magistral» sobre la vida y obra del famoso novelista venezolano.

Llegamos y pronto vimos al viceministro Teódulo López Meléndez. El poeta Liscano me dejó con él para luego saludar a personalidades presentes. Le reproché a López Meléndez sus declaraciones (de ese día) publicadas por El Nacional, donde afirmaba «que al presidente no le interesaba fomentar la cultura». Todavía estaban sin presupuesto.

―No tiene dos meses en funciones –espeté-. Eres muy impaciente. Lo habrás enfadado.

Herrera Campins irrumpió en el recinto y se paró frente a nosotros, para saludarnos pero igual reclamarle a Teódulo su indiscreción contra el gobierno del cual formaba parte.

―Les daré presupuesto, Teódulo –explicó el mandatario-. Comenzamos hace poco, no tienes paciencia. Cálmate, eres una persona inteligente y admirable: puedes ser un hombre notable […]

―¡No me reclames un coño, güevón! -fue la respuesta de Teódulo.

El presidente Herrera Campíns decidió enviar a López Meléndez a Portugal. Lo nombró «ministro consejero» de la Embajada de Venezuela en Portugal. Empero, allá tampoco permaneció mucho tiempo porque abofeteó al embajador. Lo perdonó por última vez, según me confidenció el propio Teódulo. Fue nombrado «agregado cultural» en Argentina y después lo invistió «ministro plenipotenciario» (encargado de negocios) de Venezuela en Italia. Fue un indiscutible acierto del primer magistrado. Finalmente, mi amigo aquietó para desarrollar su portentoso talento literario y dar tregua a su pendencia.

―«Soy el intelectual venezolano con la leyenda negra más grande» –me dijo la última vez que bebimos licor juntos, en la urbanización Sebucán, donde me mostró el «Studebaker» del ya fallecido presidente de la República que le toleró lo que nadie.

@jurescritor


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