Desacostumbrada a eventos de tan formidable calibre, nuestra generación asistió sorprendida al tiroteo público, masivo y abierto de los días del Caracazo y de la doble intentona golpista a la vuelta de la esquina. Sabíamos del derrumbe de la ya distante dictadura militar, e intentábamos imaginar al país predominantemente rural, cundido de escaramuzas y guerras civiles de generales y doctores, o ambas cosas a la vez, convertida la paz en un genuino ideal y una cara exigencia política que no garantizó el proceso de urbanización por sí mismo.

La violencia insurreccional de los sesenta del veinte, mítica década para un siglo convulso, nos fue ajena y, aunque el muy ulterior activismo político del signo que fuere supo de agudos momentos de confrontación, nunca llegó a decibeles que comprometiera la propia integridad personal al defenderse un determinado ideario. Este fue uno de nuestros aprendizajes, con la excepción de las actividades francamente delictivas en las que incurrieron individualidades o sectores que alguna vez se dijeron limpiamente subversivos, quedando después postrados ante las bonanzas petroleras.

Apenas, despuntando la presente centuria, ingenuamente creyó el país en el arribo y la entronización perpetua de la paz prometida, aunque surgieron los gestos o todo el lenguaje corporal de un radical y eficaz mensaje telegráfico imitado hasta la saciedad. Alzar las manos para imitar un arma de fuego, o convertir una de ellas en un duro puño que golpeaba a la otra, fue el rasgo espontáneo de una coreografía de los actos públicos oficialistas de una poderosa y perversa proyección pedagógica, quizá sin precedentes en nuestro historial republicano.

Por entonces, la sola y pacífica tramitación para revocar el mandato presidencial, llenó las principales avenidas de tanques y tanquetas militares destinadas a amedrentar a la ciudadanía más tarde habituada a las convulsiones del orden público hasta llegar a las trágicas experiencias de 2014 y 2017.  De acá en adelante, los blindados tendieron a desaparecer del paisaje urbano, aunque uno de ellos tropezó con las puertas de la Universidad Metropolitana,  alrededor de dos años y tanto atrás, en un raro ejercicio.

Muy probablemente, no ha hecho falta la exhibición y empleo de los cañones,  y no por falta de ganas,  gracias a una labor de persecución y represión selectiva y silenciosa de los organismos formales  del Estado y de los presuntamente informales colectivos armados que dan cuenta de una implícita demostración artillera, cuando a duras penas pueden congregarse un número mínimo y significativo de personas dispuestas a la más legítima protesta. Cualquier alboroto que no sea del partido de gobierno que ya opta por instalar una costosa tarima de grandes equipos de sonido para un par de cantantes sin audiencia,  actúan  rápidamente los formales e informales, entre la prudencia y la morbidez,  por lo que –desde ya– los eventos de las primarias de la oposición,  se ofrecen como un desafío para el sabotaje quirúrgico para unos burdos operadores.

La principal custodia y vigilancia de los espacios públicos depende de la Guardia Nacional firme empuñadora de sus armas de guerra y, entendiendo que hay diferencias entre el  tiro militar  y el policial, el abuso se ha hecho hábito. Se dirá que los delincuentes cuentan con granadas y otras armas sofisticadas, pero –monopolizándolas constitucionalmente– es algo que directamente atañe a la Fuerza Armada Nacional que debe responder por ellas ante el país, que no a la civilidad, deslindando bien los campos.

Ya no es posible banalizar la violencia y creer que se la conjura, desde la más resignada conformidad. Pretendiéndola desterrada, todavía no están resueltas sus causas: un cañonazo psicológico, puede ser tanto o más efectivo que el literal, o físico, incluso, en las localidades más lejanas que ostentan la descarada jefatura de capos.

@LuisBarraganJ


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