La presencia de los obispos en la sociedad venezolana de nuestros días, pero también de los curas de las parroquias humildes y ricas, es excepcional. Los mitrados y los sacerdotes del común, ahora metidos de cabeza en el centro de los hechos más palpitantes, son las pruebas de un vuelco institucional sobre cuya contundencia apenas se vieron muestras en el pasado. Después de una antigua pasividad ante los problemas de las mayorías, o de la intermitente actividad en los asuntos del bien común, los prelados y los sacerdotes ahora se juegan el pellejo en la hoguera que antes eludieron.

La Iglesia Católica quedó hecha pedazos después de la Independencia. Como sus figuras se habían dividido debido a su entusiasmo por la causa republicana, o como portadores de las banderas del rey, perdió la homogeneidad que le daba consistencia. No era la potencia de la época colonial, sino el resultado de un derrumbe sin músculos para ocupar el espacio de antes en la cúpula, o en la sensibilidad de los fieles. No se le hizo entonces difícil a la corriente liberal imponerse sobre las prédicas de una agotada ortodoxia, o a los prelados de menguada autoridad participar en aventuras que aumentarían su descalabro en las tres primeras décadas del Estado nacional. Eliminado sin escándalo el fuero religioso, establecida sin resistencias de importancia la libertad de confesiones, prohibidos los diezmos de los curatos, iniciada la supresión de conventos, exiliado el arzobispo de Caracas por su participación en una militarada, la institución se volvió una sombra de lo que fue.

De la mengua abundan testimonios  durante el monaguismo. Las autoridades eclesiásticas se conformaron con ser los segundones de José Tadeo o de José Gregorio, los testigos habitualmente silenciosos del derrumbe republicano que entonces se produjo. Formaron parte de la descomposición de la época, en ocasiones como paciente comparsa en el menudeo de las canonjías que podían depender del Ejecutivo, o como oradores de orden en actos que difícilmente pueden alentar la memoria del civismo que reclamará el futuro. Después, sus pasos por la Guerra Federal no condujeron a púlpitos capaces de divulgar las atrocidades de una gigantesca sangría. Unos prebendados y unos curas fueron constitucionales mientras otros se anunciaron  como «feberales», todos en la médula de una mediocridad compartida por la mayoría de la clase política. ¿Podían ascender a posiciones de trascendencia más tarde, o buscar con éxito el apoyo de los fieles, u ocuparse de sus padecimientos cuando Guzmán terminó de meterlos en cintura sin sudar excesivamente en la faena?

Ante los ataques de Guzmán, el arcediano de la Catedral de Caracas quiso promover una guerra civil. Hizo una bandera con la imagen de la Virgen del Rosario, designó un Estado Mayor y llamó a combatir por la fe de la Iglesia, pero nadie lo acompañó. Sonó campanas sin eco, mientras dos obispos marchaban al exilio. El hecho da cuenta de cómo había disminuido la autoridad de una institución otrora poderosa, hasta el punto de permitir casi en silencio las reformas laicas que en otras sociedades de América Latina condujeron a guerras fratricidas. Asuntos fundamentales para las personas, como el matrimonio civil, la secularización de los cementerios, la eliminación de los conventos y la desamortización de bienes del clero se llevaron a cabo con más gloria que pena, o sin que la sociedad se conmoviera hasta el punto de manifestarlo en público. Llegó así la Iglesia Católica a una opacidad cuyos resultados se observaron en el siglo XX, cuando destacó por su connivencia con dos dictaduras susceptibles de total reproche: 27 años de silencio durante el gomecismo, pese a que algunos sacerdotes valientes fueron torturados o asesinados por la tiranía; complacencias excesivas con el perezjimenismo, hasta el extremo de pasear la custodia de la Coromoto por las capitales del país para complacer al general «coromotano». El prelado de Caracas publicó una Carta Pastoral contra el régimen, muy cierto, pero una sola golondrina no hace verano.

La educación del clero fue precaria durante el siglo XIX. No fue eficaz la instrucción impartida en los seminarios, sino todo lo contrario. Clérigos sin latines, jóvenes apenas formados en teología, bibliotecas sin avances doctrinarios dominaron el panorama de la formación sacerdotal. No había manera de educar satisfactoriamente a los seminaristas por la carencia de recursos materiales, y por la indiferencia de los católicos ricos. Tal vez estemos ante las promociones más ignaras de la iglesia latinoamericana de la época. Si se agrega la desconexión con la sede romana, que no mantuvo una nunciatura estable en la capital y, por lo tanto, no tuvo más remedio que observar el agujero desde la lejanía, podemos llegar a una explicación de semejante declive. Pero no al entendimiento de la colosal metamorfosis que se ha producido ahora en la actividad pastoral de la jerarquía y en la conducta de los curas. Se trata de una mudanza capaz de determinar la marcha de la república, como jamás antes.

Sobre cómo la Iglesia Católica es hoy una influencia ineludible, capaz de concitar apoyos masivos y de provocar temblores al régimen usurpador, un generador de confianza al que no pueden acceder los líderes políticos, ni los medios de comunicación, deberemos escribir en otra oportunidad. No es asunto ligero. Pero tampoco es obra del milagro, sino el resultado de una evolución de la conciencia y del sentido de la responsabilidad que merece reflexiones que estén a su altura.


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