Vivimos en una sociedad en que, con frecuencia, se abusa de las palabras. Con su clarividencia, George Orwell ya nos advertía que, a veces, el lenguaje sirve para desvirtuar el sentido de las palabras y engañarnos unos a otros. En las “democracias populares”, de la antigua Europa del Este, se llamaba democracia a lo que, simplemente, era la voluntad del amo instalado en el Kremlin. Del mismo modo, hoy hay quienes llaman “liberalismo” a lo que, lejos de ser la defensa de la libertad, no es más que la legítima defensa de un modelo económico, que es esencial para el crecimiento y el desarrollo en un mundo globalizado, pero que no se puede confundir con la libertad. Por eso, con motivo de la liberación de 222 presos políticos por la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua, me ha parecido oportuno compartir algunas reflexiones en torno al sentido de la libertad.

Hace más de cuatro siglos, Cervantes escribió que la libertad “es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos”. Compartiendo este mismo sentimiento, Benedetto Croce decía que no hay otro ideal que iguale o que pueda sustituir al de la libertad, que haga palpitar el corazón del hombre en su cualidad de hombre, y que haga responder mejor a la ley misma de la vida.

En tiempos de la civilización sumeria, hace ya más de cuatro mil años, se acuñó la palabra ama-gi, para referirse a la manumisión de los esclavos que, mediante ese acto, volvían a su estado original, recuperando su condición de hombres y mujeres libres. Aunque para los griegos y los romanos la libertad no era una preocupación fundamental -como sí lo era la forma de gobierno, o el dominio de los pueblos vecinos-, ellos también identificaban la libertad con la libertad del cautiverio, del mismo modo que lo hace el coro de los esclavos hebreos, en la ópera Nabuco. Ahora que un puñado de nicaragüenses ha salido de la cárcel, ellos han escapado del cautiverio de esa inmensa prisión que se llama Nicaragua, reivindicando la libertad en su sentido más genuino.

Sin embargo, la libertad es la expresión de múltiples anhelos, y el reflejo de distintas tradiciones, que no hacen fácil encontrar una definición satisfactoria para todos. En realidad, la seducción de la idea de la libertad, en sus diversas manifestaciones, hacen de ella un concepto vago y misterioso -incluso mágico-, en el que tienen cabida distintas perspectivas de la libertad. Gracias a esa ambigüedad, por sus rendijas intentan colarse algunas interpretaciones hábilmente presentadas, que niegan a los demás precisamente aquella libertad que reclamamos para nosotros. A veces se invoca la “libertad de los pueblos” frente a imperios imaginarios, como excusa para quitarles -a quienes forman parte de esos pueblos-, su libertad individual, impedirles que puedan asociarse con fines lícitos, evitar que puedan salir a la calle a protestar, y negarles que puedan elegir a sus gobernantes en elecciones libres y competitivas.

Homero identificaba la libertad con vivir en su patria, esa misma que hoy intentan quitarles a los nicaragüenses, enviándolos al destierro, y pretendiendo despojarlos de una nacionalidad que llevan inscrita en el alma. En cambio, para Walt Whitman la libertad era autenticidad y rebeldía, por lo que aconsejaba resistir mucho y obedecer poco. Y, subrayando lo que cuesta conseguirla y preservarla, Goethe ponía de relieve que la libertad sólo la merecen quienes saben conquistarla todos los días.

Hubo un tiempo en que las decisiones públicas, al igual que las de la vida privada, se identificaban con la voluntad de los dioses; nuestro destino estaba marcado y nuestras acciones no eran nuestras. Por lo tanto, no había espacio para la libertad. Pero ese tiempo ya pasó, y hoy no tenemos a quién culpar de nuestra miseria; somos responsables de lo que somos. En el siglo de Pericles, los atenienses dieron un giro, pasando de los mitos y de las fantasías al reino de la razón; en aquellos tiempos, eran los atenienses, y no autoridades imaginarias, quienes decidían sobre los asuntos de la ciudad. No son los dioses los que determinan nuestro destino. Hoy no hay espacio para las supersticiones, y tenemos que asumir la responsabilidad de ser libres, o cargar con las consecuencias de haber permitido que nos despojaran de nuestra libertad.

Reflexionar sobre la libertad es dar por sentado que nuestras vidas no están trazadas de antemano, y que todo lo que hacemos es el producto de nuestra voluntad. Somos nosotros quienes decidimos si queremos ser libres o lacayos. La libertad es la facultad de trazar nuestro destino, y de elegir, entre un amplio abanico de posibilidades, aquella que esté en mayor sintonía con nuestros valores o con nuestros intereses. Lo que le da sentido a la vida es la libertad; gracias a ella, podemos diseñar nuestro proyecto de vida y, colectivamente, construir el tipo de sociedad en que queremos vivir.

Las ideas de libertad y de control social llevan aparejada la distinción entre lo público y lo privado. Lo público es el espacio en el que, inevitablemente, la autoridad ejerce un cierto grado de control sobre la conducta individual; pero, en democracia, lo privado es el reino de la libertad. En ese reino, podemos elegir qué libro leer, con quién reunirnos o asociarnos para compartir proyectos comunes, en qué dioses creer, cómo disfrutar del tiempo libre, o a quién querer.

Don Quijote y Sancho representan dos visiones distintas de la vida y de la libertad. Además de la libertad del cautiverio -cautiverio que Cervantes sufrió en carne propia-, el Caballero de la triste figura identifica la idea de la libertad con la dignidad individual. Así, después de haber sido agasajado con ricos banquetes y bebidas, Don Quijote observaba que “las obligaciones de las recompensas, de los beneficios y mercedes recibidas, son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”.

Para el ilustre personaje cervantino, la libertad supone poder decidir sin sentirse atado por las dádivas de terceros; su conciencia no estaba en venta, porque su conciencia era su libertad, y porque la libertad es un compromiso insobornable. Por eso, para Don Quijote la libertad era una causa noble, por la que se podía y debía arriesgar la vida. Por contraste, Sancho tenía una idea menos dramática, más egoísta, y más relajada de la libertad, aunque no por eso menos honesta, como quedó de manifiesto cuando decidió renunciar a su ínsula para recuperar su libertad, en vez de acostarse con la sujeción del gobierno entre sábanas de Holanda y vestirse “de martas cebollinas”.

También Sócrates nos ofrece dos visiones diferentes de la libertad: la libertad como refugio de la dignidad, en la Apología, y la libertad como acatamiento de la ley, en el Critón. Pero la historia muestra que el acatamiento de cualquier ley no es la mejor guía de la libertad. A veces, la libertad exige la desobediencia a la ley.

Franklin Delano Roosevelt sostenía que, entre las dimensiones de la libertad, debe incluirse la libertad de las penurias económicas. Según Roosevelt, las personas que tienen hambre y carecen de empleo son la materia de la que están hechas las dictaduras. Eso no nos lo tienen que contar a quienes hemos vivido -o vivimos- bajo una tiranía. Tampoco un Estado puede ser indiferente al hecho de que, en medio del crecimiento de los índices macroeconómicos y del desarrollo vertiginoso de la ciencia y la tecnología, haya millones de seres humanos que no conocen los beneficios del progreso. Pero eso no significa que el Estado deba convertirse en filántropo, sino que debe diseñar políticas públicas, capaces de generar oportunidades para que cada uno de sus ciudadanos pueda satisfacer sus necesidades básicas. Que, en el mundo de hoy, la libertad signifique que cada ser humano deba estar libre de la miseria, no supone un Estado asistencial, dispuesto a regalar viviendas y a repartir bolsas de comida, porque eso es una nueva forma de esclavitud, que pisotea la dignidad individual de quienes las reciben, y porque ese es el nuevo rostro del amo del siglo XXI.

Durante siglos se toleró la persecución política y el ejercicio arbitrario del poder público para desterrar, encarcelar y torturar a quienes no pensaban como el tirano de turno, y se asumió que la forma como un Estado tratara a sus ciudadanos era un asunto de la competencia exclusiva de cada Estado. ¡Ya no más! A partir de 1945, con la Carta de las Naciones Unidas y otros instrumentos internacionales, eso dejó de ser así, y el respeto de los derechos humanos pasó a ser un asunto de legítima preocupación internacional. Todavía, valiéndose de la fuerza bruta, los tiranos podrán encarcelar a sus ciudadanos, pero no podrán reclamar respeto y legitimidad. Esos mismos tiranos podrán negarles un pasaporte a algunos de los suyos, pero no pueden despojarlos de su nacionalidad, ni de su compromiso con la defensa de la libertad de sus pueblos.

Cada percepción de la libertad es expresión de las grandes esperanzas, angustias y preocupaciones de un sector de la sociedad, en un momento determinado. Desde luego, no todas ellas tienen la misma carga emotiva, ni despiertan las mismas pasiones. La libertad significa muchas cosas y, por eso, lleva aparejadas libertades muy dispares, como la libertad interior de los estoicos y la libertad del cautiverio, la libertad individual y la libertad como aventura colectiva, las libertades del espíritu y la libertad de escoger la forma de ganarnos la vida, la libertad en nuestras vidas privadas y la libertad política, la libertad como límite del poder y la libertad como mecanismo de control del poder. Esas visiones de la libertad no son excluyentes, y se refuerzan mutuamente. Pero lo cierto es que, en su sentido más genuino, la libertad no es una mercancía, ni es un sentimiento mezquino y egoísta que sirva de pretexto para pasar por encima de otros seres humanos.

Históricamente, la libertad no siempre ha sido percibida como una necesidad o una prioridad. No ha sido sentida como un hecho natural, o como un valor inmutable, y no siempre se le ha atribuido el mismo significado. Sin embargo, la libertad siempre ha estado ligada a nuestra dignidad como seres humanos. Lo otro es la banalización de la libertad.

La libertad nunca es perfecta, y por eso es una aventura que nunca termina. La tensión entre la libertad y el poder está presente en todas partes. La libertad es el alimento del que se nutre nuestro espíritu, es el horizonte hacia el que dirigimos nuestros pasos, y es el oxígeno que nos da la vida. Pero se requiere una lucha constante para conquistarla, y luego para preservarla. Por eso, Octavio Paz advertía que la libertad es preciosa como el agua, y que, si no la guardamos, se derrama, se nos escapa, y se disipa. La libertad no es una cosa frívola o trivial. No la devaluemos, equiparándola con una mercancía, ni la confundamos con un modelo económico (por más conveniente que éste sea para la prosperidad de todos), y no nos transemos por menos de lo que ella históricamente representa.

Quienes aún permanecen secuestrados en las cárceles de Ortega, Maduro o Díaz-Canel, ansían recuperar su libertad individual y la libertad colectiva de sus pueblos para escoger, sin imposiciones de ninguna naturaleza, el tipo de sociedad en que desean vivir. Lo demás será la consecuencia de las opciones que, colectivamente, escojamos en el ejercicio de esa libertad. Y, al escoger, a veces, podemos equivocarnos. Pero eso también es parte de nuestra libertad.

Vaya mi saludo respetuoso a esos 222 nicaragüenses que han recuperado su libertad, y mi palabra de aliento y esperanza a esos millones de nicaragüenses, cubanos y venezolanos, que aún son rehenes de los enemigos de la libertad.


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