La verdad y la sencillez forman la mejor pareja.

Jean de La Bruyère

En la sencillez habita un tipo de verdad que me gusta. Quienes me conocen saben que soy amigo de las abstracciones complejas, pues en ellas se puede hallar otra verdad, que se hace posible entre los pliegos del origami mental y, a menudo, en sintaxis con otras verdades no menos complicadas. Algo así como entrar a un maravilloso telar en el que se teje un edredón de argumentos y perspectivas, propios y ajenos.

Hay, no obstante, en la sencillez una forma de verdad a la que es preciso acercarse con ingenua fe, parecida a la que uno vive en la proximidad a las realidades sagradas.Esta es, a menudo, la génesis de mis argumentos, ideas y posturas. Allí encuentro una fuerza primordial que me permite dibujar mentalmente la trayectoria del ascenso cognitivo. No creo que sea posible conquistar ningún cenit de cielo alguno si antes no hemos contemplado su majestad en la anónima superficie de un charco dibujado por la lluvia.

Ahora bien, suele incurrirse en el error de creer que a las cosas sencillas se llega siendo sencillo. Esta es apenas un verdad a medias. El camino a lo sencillo no siempre tiene por vereda la sencillez, sino la humildad, prerrogativas muy diferenciadas entre sí. Una mente entrenada en abstracciones, un espíritu humilde y un ojo dispuesto a mirar el detalle son los elementos esenciales de una humana profundidad ante lo sencillo. Veamos cada cosa por vez y en sentido inverso al enunciado.

No hay modo de ver lo sencillo si el ojo no está habituado al detalle, pues la arquitectura de aquello se forja de manera detallista. A menudo solo miramos totalidades, damos cuenta de los espacios y de quienes los ocupan en tono general y simplista. La vida suele ser, en dicho sentido, un ejercicio de surf: todo es pasado a velocidad vertiginosa ante nuestros ojos. Estamos enfermos de prisa y falsa eficiencia. Nos hacen falta un poco de calma y aplomo. Estas son esenciales a un detallismo bien calibrado.

Saber mirar el detalle. Aquí radica el amanecer de la profunda sencillez porque implica una actitud contemplativa. Toda epifanía merece un tiempo que demanda para sí, de allí que pobremente se puede ser detallista a la carrera. No estamos hablando de una simple mirada quirúrgica que disecciona la realidad, sino de una sintagmática de los detalles, lograr ver el todo en cada parte, esto es, la posibilidad de lo eterno e infinito en una partícula del mundo…Cuando entendamos que un fragmento es signo de lo absoluto, estaremos en capacidad de ser profundamente detallistas.

Un espíritu humilde. Sin esta prerrogativa no nos abismaremos en el detalle. La humildad es un reconocimiento, tácito o expreso, de las fronteras del alma. Todos las tenemos porque estamos limitados en algún sentido. Cuando miro a una parte del todo y sé que podría estar apreciando en ese fragmento menos de lo que realmente es, me preparo consecuentemente a la epifanía de ese trozo de mundo y aguardo con fe a que se me revele más allá de mis limitaciones. Hay en las cosas diminutas una inconmensurable grandeza a la que solo alcanzamos esperando sin aspavientos en el sigilo del corazón.

Por alguna causa que todavía no comprendo, el horizonte del espíritu y la envergadura de la razón se ensanchan por virtud de la humildad. Quizás una parte la debamos buscar en el esmerado empeño de darnos generosamente y otra nos sea otorgada proporcional y meritoriamente. Tal vez en lo humilde habita una suerte de inteligencia superior aún desconocida por nosotros, un modo más alto del ser que nos revela conceptos insospechados. En todo caso, la humildad es la gramática que hace posible que el detalle sea signo de lo absoluto. Sin ella, aquel es apenas un trazo ilógico e insignificante.

Una mente entrenada en abstracciones. Me atrevería a decir que en cada epifanía hay una anábasis, esto es, un ascenso a la vida y la luz, una ascensión desde la penumbra del enigma, una conquista, pues, de cierta lucidez, para la cual se precisa alzar el intelecto en una progresiva escala abstractiva. Se trata de un esfuerzo de la hidalguía intelectual por merecer el fulgor guardado con celo en el cofre del misterio.

Aquí es donde todo lo que hemos construido hasta ahora puede dar al traste, pues nada difícil es mermar el apresto de la humildad al momento de razonar. Somos animales racionales (Aristóteles dixit), en ese mismo orden, de modo que no sea de extrañar que la razón termine sucumbiendo no pocas veces a cierta bestialidad con la que solemos malograrla. ¡Es tan fácil perder de vista nuestros propios linderos ontológicos cuando razonamos!

Quien se acostumbra a filosofar tiene necesariamente que cultivar la humildad, pues al verse habitualmente a sí mismo en el mundo es casi inevitable tener permanente conciencia de las propias fronteras y límites espirituales, con lo cual todo ascenso abstractivo, lo sabemos, está bajo sospecha. Al cabo solo nos salva asistir humildemente al telar en el que tejemos juntos el edredón de una común anábasis a la lucidez.

En conclusión, si nos acostumbramos a mirar el detalle en su perspectiva de signo de lo absoluto, acercándonos a su enigma con humildad y en la disposición de esperar con fe la epifanía de sus más profundas resonancias, entendiendo que a partir de allí es posible hacer un ascenso fraterno a la luz que el misterio primordial custodia, entonces, por consiguiente, estaremos alcanzando una dimensión humanamente profunda de lo sencillo. En este punto, habremos descubierto que en toda minúscula partícula habita un prodigio inmenso y silencioso, que cada detalle es una crisálida de la eternidad.

@Jeronimo_Alayon


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