Desde hace años, muchos de nosotros hemos venido alertando sobre la poca presencia del Estado tanto en las zonas claramente rurales como en los barrios más pobres de las principales capitales del país. El Estado en manos de estos señores que nos desgobiernan poco a poco se ha ido retirando y cediendo sus competencias a cuatreros y delincuentes de toda laya. El control físico del territorio y el monopolio de las armas ha dejado de  pertenecerle y por momentos se ve sobrepasado por el poder de bandas fuertemente pertrechadas que actúan en esos lugares con plena impunidad.

Muchos hemos señalado también que el Estado venezolano se ha ido acercando  de esa manera a lo que muchos han denominado estados fallidos. En ese sentido, el centro de estudios norteamericano y organización no gubernamental Fondo para la Paz (Fund for Peace) señala que una de las características de esos Estados es precisamente la pérdida del control físico del territorio (o, dicho de otra forma, del monopolio del uso legítimo de la fuerza), y la erosión de la autoridad, además de la incapacidad de suministrar servicios básicos a la población, como luz, agua, etc., algo que en nuestro caso se ha hecho suficientemente evidente.

Eso por un lado. Por el otro, estos veinte años han sido de tanto sufrimiento e injusticias que el ciudadano común ha terminado poniéndose de parte del que infringe la ley con tal de que éste ayude a acabar con los abusos y pueda influir de alguna forma en el cambio de gobierno. Independientemente de quien haya armado a los grupos de irregulares que actúan en nuestro territorio, o de que la violencia en el país haya sido  promovida desde el gobierno con el fin de mantener a raya a la clase media, el caso es que la existencia de estos elementos que se atreven  a retar al Estado nos da una idea del grado de descomposición al cual ha llegado la nación. El que la población se sienta atraída por estos aventureros nos dice igualmente hasta qué punto el ciudadano común está cansado de tanto atropello y de tantos intentos fallidos por parte de la oposición para cambiar el estado de cosas actuales.

Nada de esto es nuevo y suele suceder siempre que hay algún tipo de crisis social y se considera a los que gobiernan como verdaderos opresores. Ahí están las leyendas de algunos bandoleros que despertaron la simpatía de sus semejantes, como Robin de Locksley o Diego de la Vega, el inglés Dick Turpin, el madrileño Luis Candela o el norteamericano Jesse James. Todos ellos –personajes reales y ficticios– pertenecieron a épocas en las que de alguna forma el Estado había perdido su legitimidad y el ciudadano se veía imposibilitado para cambiar las cosas por otros medios que no fueran la violencia pura y dura.

Wilexis Alexander Acevedo Monasterios es el líder de una  banda de más de 200 jóvenes que tienen entre 13 y 28 años de edad, quienes están armados con fusiles AR-15, FAL, Mini Uzi, escopetas y hasta granadas. Ninguno de ellos ha conocido otra forma de gobierno más que la actual y todos se han criado bajo este nefasto régimen, por lo que de alguna manera son su producto más terminado y completo. El gobierno ha querido desprestigiarlo creando cuentas falsas de Twitter a través de las cuales ha tratado de vincularlo a la  DEA y al  movimiento Gedeón, pero el caso es que este joven parece tener mucha ascendencia en su barrio de Petare –al que escasamente llega la mano del gobierno y donde se dice incluso que fue nombrado una vez juez de paz– y muchos parroquianos confían más en él que en los torturadores y asesinos que se han desplegado para someterlo.

En resumen, se podría decir que el país se nos terminó de ir de las manos y que Wilexis es el ejemplo más claro de que estamos en presencia del Estado fallido sobre el que muchos llamábamos la atención hace años. La oposición “oficial” también ha tenido culpa de que hayamos llegado hasta aquí, pero eso daría para otro artículo.

 


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