A Guillermo Federico IV, antiguo rey de Prusia, se le atribuye la expresión “hoja de papel” para referirse a la Constitución de forma despectiva. Era él quien tenía el poder real y no la ley. Expresiones semejantes se pueden encontrar en la historia en personajes tan singulares como el constituyente y teórico francés Emmanuel-Joseph Sieyès, conocido popularmente como el abate Sieyès, y más cerca de nuestro terruño la famosa frase según la cual “la Constitución sirve para todo”, atribuida a José Tadeo Monagas.

El debate del tema constitucional lo traigo a colación a raíz del reciente resultado del plebiscito chileno. Como se sabe, el pueblo chileno mayoritariamente decidió redactar una nueva Constitución y dejar atrás la norma fundamental que había dirigido los destinos nacionales desde 1980, por allá en la época del gobierno militar de Augusto Pinochet.

Son numerosas las reflexiones que quisiera destacar, especialmente a raíz de la comparación que -equivocada o no- se ha venido haciendo con el proceso constituyente de 1999 que se dio en Venezuela. Por supuesto, quienes no vemos con buenos ojos estas modificaciones al texto fundamental chileno, simplemente buscamos alertar sobre diversos aspectos que consideramos nocivos basados en nuestra propia experiencia. No es un tema de alarmismo. Simplemente no le deseamos a ningún otro país la misma suerte jurídico-institucional que ha sufrido Venezuela en las últimas dos décadas.

En todo caso, no son pocas las voces dentro de la opinión pública venezolana (y en la chilena por supuesto) que claman que el proceso chileno nada tiene que ver con el venezolano. Esencialmente sostienen que (i) la convocatoria chilena se dio por un clamor general -o al menos amplio- de la sociedad y los partidos políticos chilenos; (ii) se desarrolló con base en la institucionalidad y legalidad imperante; y (iii) por las razones anteriores, los constituyentes a ser electos difícilmente puedan tener una proporción no representativa de los sectores más importantes de la sociedad, a diferencia de lo sucedido en el caso venezolano, donde el texto constitucional de 1999 fue redactado mayoritariamente por partidarios del chavismo, siendo así significativamente excluyente.

Ante las razones esgrimidas, diremos que tal vez la tercera, la de la representación ulterior, es la que más validez pueda tener desde nuestro punto de vista. Y eso aún está por verse. Creemos, sin embargo, que la convocatoria a esta nueva Constitución no se hace desde una convicción real de su necesidad imperativa, sino para buscar una suerte de aliviadero, una válvula de escape, a las demandas sociales que tiene una parte considerable del pueblo chileno. En términos sencillos, o se accedía a hacer una nueva Constitución, o venía la revolución a las tierras australes. No en balde, y cada vez de forma más elevada, la violencia, disturbios y destrucción se han venido apropiando de las calles en las principales ciudades chilenas. En cierto modo, ello constituía una amenaza, nada velada, de lo que podía ocurrir si no se accedían a las demandas planteadas. La institucionalidad y el Estado de Derecho rehenes del terror.

Ahora bien, surge una pregunta interesante. ¿Puede una Constitución generar inclusión y cubrir demandas sociales? ¿Es decir, por ejemplo, escribir que se tiene derecho al trabajo, a la educación, a la salud, al agua –por citar algunas aspiraciones usualmente escuchadas– garantiza realmente que dichas demandas serán cubiertas? Al menos en el parroquialismo venezolano, el efecto ha sido precisamente el contrario. Cuantos más derechos y salvaguardas para el pueblo se escriben, ironías de la historia, más estos se vulneran. Nunca como hoy nuestros sistemas de salud, educación y servicios básicos habían estado tan desguarnecidos, y más paradójico aún, nunca como ahora se depende del elemento privado, del demonizado monstruo privatizador, para acceder a dichos derechos sociales. No tienes dinero, no hay servicio. Vaya forma de cristalizar el espíritu inclusivo para los desposeídos.

Es usual y reiterado escuchar ese tipo de demandas de la sociedad chilena. Que si las AFP y el sistema de pensiones privado es nefasto. Que quieren acceder a la educación universitaria y no tienen recursos y posibilidades; que su salario apenas les alcanza para vivir –suerte que tienen, porque en países vecinos la gente sale caminando de sus fronteras porque precisamente eso que llaman “vida” es inexistente. Pregúntenle por ejemplo a los profesores venezolanos, a los que aún quedan en el país para corroborarlo–; que es imposible comprar o alquilar una vivienda, y así sucesivamente. Son demandas que tienen sentido pero que se están enfocando de manera errada, porque una nueva Constitución ni les traerá esos clamores, ni tampoco le brindará a su sociedad mayor inclusión real.

Lo que sí parece estar en riesgo es que las condiciones que permitieron salir al país austral del atolladero puedan revertirse, y con ello venga de vuelta un sistema de hambre, miseria, migraciones masivas y desolación. Y nadie quiere eso para Chile. Lo digo con el corazón en la mano. Pero la historia sugiere que los clamores de igualdad material a rajatabla no terminan bien y a menudo decantan en sistemas totalitarios basados en la violencia.

Una buena parte de la intelectualidad y la academia venezolana le da el beneficio de la duda a su proceso constituyente. En parte porque en el fondo también les contenta eliminar “la Constitución de Pinochet”, y en parte porque creen fervientemente en que esa visión positivizada del Estado Social de Derecho y de Justicia, con una lista inmensa de derechos sociales, efectivamente garantizará su provisión (como si a esta altura no se pudiera ver que son otros los elementos requeridos para que ello realmente funcione). Para muchos venezolanos (y me incluyo) Chile hoy es una sociedad que a pesar de todos sus problemas y desigualdades tiene una funcionalidad que añoramos y que vemos a años luz de nuestra premoderna realidad. Ojalá atajen su problema a tiempo y no decanten en una experiencia similar a la venezolana. El resultado de su nueva Constitución todavía es hoy un enigma, pero no pocas pistas del acertijo apuntan a una desoladora y preocupante realidad de cara a su futuro.

 


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