Simónides de Ceos, el poeta griego que cantó las proezas de sus coterráneos en la batalla de Maratón (490 a. C) –enfrentamiento que determinó la victoria ateniense sobre las fuerzas de Darío I de Persia y que puso fin a la primera guerra Médica–, glorificó igualmente el heroísmo de los valientes guerreros espartanos que años más tarde –en la segunda guerra Médica–, guiados por Leónidas –rey de Esparta– dieron sus vidas en el desfiladero de las Termópilas (480 a. C.), cuando intentaban contener al formidable ejercito de Jerjes, rey de los persas. “…Viajero, ve a Esparta y cuenta que aquí hemos muerto en obediencia a sus leyes…” es un élan lírico que sugiere el choque de civilizaciones –simiente de una leyenda de sacrificio y heroísmo de un puñado de hombres virtuosos en defensa de la libertad de su pueblo y que de tal manera definieron la identidad de la Grecia clásica–.

La segunda guerra Médica no terminará en aquel primer enfrentamiento. Volverán a encontrarse las fuerzas contrarias en la batalla naval de Artemisio, para finalmente vérselas en los estrechos de Salamina, en la célebre batalla del mismo nombre, poniendo fin a las pretensiones hegemónicas de Jerjes. Las fuerzas aliadas al mando del ateniense Temístocles y del espartano Euribíades obtuvieron de tal manera una victoria decisiva sobre los persas.

Para Tucídides –egregio historiador de la guerra del Peloponeso–, Temístocles era un político de gran talento natural, quien dentro de las nuevas generaciones tenía mayor perspicacia al analizar el presente y una mejor previsión al proyectar el futuro –en consecuencia, como relata el historiador Paul Cartledge, poseía una habilidad superior cuando se trataba de improvisar soluciones adecuadas a las circunstancias–. Temístocles, general y político que adquirió particular relevancia en los prolegómenos de la democracia ateniense, se vio enfrentado –esta vez en el terreno de la política– a las pugnas personales cargadas de brusquedad que tuvieron lugar en Atenas durante la década de 480. De todas ellas emergió vencedor de manera uniforme –apunta el citado Cartledge–, naturalmente, teniendo en cuenta el elemento subyacente de política exterior que representaba la amenaza latente del Imperio persa. Los prohombres atenienses que estimaban que los persas no suponían mayores amenazas para la Hélade y que por ello favorecían la idea de negociar un posible acuerdo beneficioso con Jerjes, fueron desapareciendo físicamente de la arena política. Hubo también conjuras organizadas en contra de Temístocles –así lo demuestran ciertos testimonios arqueológicos–, que empleaban recursos ilegítimos para convencer a los votantes –de poco sirvieron, concluye Cartledge–, resurgiendo siempre con fuerza y entusiasmo renovados como paladín insustituible de la causa llamada a salvar a los griegos de una inminente supremacía de los aqueménidas.

La honradez de aquellos hombres, conjugada con su habilidad en el ejercicio de la política, los llevó a plantear una sólida alianza de cierto número de ciudades griegas, con la finalidad de debatir y acordar el ineludible enfrentamiento con las fuerzas de Jerjes, en esta ocasión de manera unitaria. Fue así como proyectaron y sellaron el acuerdo que hizo posible la notable victoria de los griegos frente a los persas, entre 480 y 479 a. C., diez años después de la derrota de las Termópilas, como demuestra la historia.

¿Qué lecciones nos deja esta breve reseña histórica?

La naturaleza humana es la que es, no la que a veces quisiéramos que fuese. Y más importante aún es caer en cuenta que no la podemos cambiar. Siempre habrá diferencias más o menos acentuadas entre los hombres. También habrá conciliábulos, disidencias, traiciones y antagonismos entre los afines de una misma nación. Algunos estimarán al adversario como una amenaza, en tanto que otros verán en la connivencia con el antagonista, una oportunidad de lograr propósitos, aunque a veces inconfesables.

Cuando tuvieron lugar los episodios históricos referidos al inicio de estas breves anotaciones, los conflictos humanos se dirimían en el campo de la guerra. Un modo de ser y de actuar que carece de validez en nuestros días. No es necesario sacrificar vidas humanas para alcanzar el heroísmo civil. Pero antes como hoy, la política ejercida con habilidad –sin pretender que la astucia no juegue un papel, por aquello de nuestra naturaleza humana que no podemos cambiar–, respetando la legalidad del pacto social y cuidando de las formas civilizadas, sigue siendo la manera apropiada de dirimir diferencias y de construir consensos perdurables. Antes como hoy, la unión sigue haciendo la fuerza –triunfa la política articulada entre ideas y voluntades de suyo disímiles, sobre el individualismo y la conjura metódica, tan inútiles como intrascendentes al momento de afrontar obligaciones y amenazas–.

Las lecciones históricas nos sirven de ejemplo a la hora de arbitrar conflictos actuales entre grupos antagónicos –la civilidad versus la irracionalidad de quienes insisten en imponerse a como dé lugar en el ámbito social y político–. Cuando se trata –en la esfera internacional– del eterno choque de civilizaciones, procede el respeto mutuo de las creencias y espacios vitales. Quienes en Occidente se apoyan en la institucionalidad y en la buena fe, están llamados a unir fuerzas alrededor de causas reivindicadoras del sosiego social y de la democracia como sistema de gobierno. Todo ello entraña sacrificios y concesiones, también exige actuar con la debida calma y cordura, sin relajar la indispensable firmeza que reclama cualquier cambio político.


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