La festividad que conmemoraba el descubrimiento de América –el nuevo mundo de que hablaban Pérez de Tudela y Uslar Pietri, donde se fusionan tres culturas: la europea, la africana y la indígena–, había sido declarada en Venezuela por el gobierno de Juan Vicente Gómez como Día de la Raza. En años recientes y como producto de reservas y resentimientos históricos acuñados principalmente en las izquierdas hispanoamericanas, se proclama el Día de la Resistencia Indígena, celebrado en varios países de las Américas e incluso en la española comunidad foral de Navarra, donde el Parlamento convirtió la efeméride en Día de los Pueblos Indígenas y de Respeto a la Diversidad Cultural. En Norteamérica se ha relevado de manera progresiva en numerosas ciudades, la tradicional celebración del Columbus Day por el Día de los Pueblos Indígenas –el Distrito de Columbia, al que pertenece la ciudad de Washington, así lo acordó en días pasados–; Cristóbal Colón, según quedó asentado en la ley del Consejo de la ciudad, “…esclavizó, colonizó, mutiló y masacró a miles de pueblos indígenas en las Américas…”; nada más distante de la verdad que envolvió al glorioso almirante. A las izquierdas se añaden algunos grupos ambientalistas que estiman crucial el papel de los pueblos indígenas en la protección del planeta.

Nadie pone en duda que el descubrimiento de América cambió la visión del mundo a partir de 1492. Tampoco es discutible que el proceso histórico de exploración, conquista y asentamiento europeo en el Nuevo Mundo, a veces se hizo acompañar de excesos imperdonables que corresponden a otros tiempos, a circunstancias lejanas y a otros protagonistas de la historia. Los regímenes virreinales y coloniales impuestos en las Américas, resultaron en la asimilación cultural de gran parte de las poblaciones amerindias, sometidas por la fuerza avasallante de las armas a las leyes, costumbres y creencias de las potencias conquistadoras. Pero también se fraguó una sociedad auténticamente americana, con sus valores e identidad que desde un principio dieron fisonomía propia al nuevo continente. Por ello afirmará Octavio Paz que Nueva España no se parece ni al México precolombino ni al actual. Tampoco a España –añade–, aunque haya sido un territorio sometido a la corona española.

En nuestro caso venezolano, como apunta Mario Briceño Iragorry, hubo historiadores nunca exentos de buena fe, que sin embargo intentaron presentar el período hispánico de nuestra vida social y cultural, como proceso de extorsión, de salvajismo, de esclavitud y de ignorancia. Pretendieron con ello exaltar los alcances de la gesta emancipadora, considerada erróneamente desde entonces como centro de gravedad y foco generador de la vida histórica nacional. Pero hubo igualmente quienes demostraron en sus ensayos, esa rigurosa continuidad que arranca desde el mismo momento en que llegaron los españoles a esta tierra de gracia; es obvio que los pueblos “no se hacen de la noche a la mañana” como han sugerido los cultores de la Venezuela heroica que igualmente nos enorgullece.

El conquistador español del siglo XVI desalojó a los nativos –a veces los exterminó, agrega Octavio Paz, para quien aquella colosal proeza no derivó en la formación de entidades independientes, sino que conservó lazos políticos y religiosos con la patria de origen–. Los movimientos que llevan a la independencia surgen después –afirma el insigne escritor–, cuando los descendientes de los primeros colonos empiezan a sentirse distintos de la metrópoli. Hicieron suyas las ideas de la Ilustración, en la medida que no encontraron en la tradición hispánica de su tiempo, un pensamiento político que fuese justificación moral e intelectual para la rebelión. Y lo cierto como dice el citado Paz, es que sí existía esa solera hispánica de luchas por la autonomía y la independencia; los comuneros, Cataluña, Aragón, Los vascos –una leyenda que era apenas el embrión de un pensamiento político–. Así pues, tanto los liberales españoles como los hispanoamericanos rebeldes del siglo XIX se apropian de la filosofía política de los franceses, ingleses y norteamericanos, en desmedro de su propio acervo que sin duda pudo renovarse y aplicarse a las circunstancias sobrevenidas; otra sería la historia. Queda claro que las ideas de la ilustración simbolizaban entonces la modernidad naciente, el futuro de la humanidad.

Pero vayamos a la hispanidad que nos concierne a peninsulares y americanos como grupos humanos que compartimos una misma lengua, en cierto modo una misma historia –sin obviar diferencias–, una misma cultura esencialmente hispánica, sin que ello signifique desconocer el carácter de los pueblos indígenas o de comunidades que hubieren recibido otras influencias. Y la hispanidad tiene sus vertientes, como la de Ramiro de Maeztu, quien resalta sus aspectos de índole humanista y cristiana –en oposición al racionalismo–, así como aquella que sigue las corrientes hispanistas de la derecha católica otrora vinculadas a tendencias y regímenes autoritarios. También existe y se consolida la hispanidad democrática, la que auspicia y promueve los valores de la libertad, del Estado de Derecho y de la civilidad.

Pero España –como ha dicho también Américo Castro– es el único gran pueblo que ha vivido en contradicción consigo mismo; los remotos gérmenes de la revolución liberal del siglo XIX y de la independencia de Hispanoamérica estaban ya vivos a principios del siglo XVI, se hallaban inmersos en el espíritu de la raza española. No debemos sorprendernos –continúa Castro–, si España e Hispanoamérica siguen hoy todavía viviendo en lucha consigo mismas, en una u otra forma. En ocasiones encontramos que en España “nadie está de acuerdo con nadie” como dijera Rufino Blanco Fombona, algo que igual vale para nuestra América caótica en términos generales. Expresión cabal de una esencia individualista y anárquica, por lo cual en España como en Hispanoamérica es difícil construir consensos perdurables –no imposible, como demuestra la historia–; así somos, así hemos sido por siglos. Es nuestra hispanidad tangible, tan vigente como inexpugnable, como lo son las innumerables afirmaciones de cultura hispánica que nos identifican, aquellas que se imponen al revisionismo ayuno de sustento y de verdad, a los cambios de nomenclatura que con impertinente frecuencia proponen gobiernos y organizaciones sociales de nuestros días;o al derribo de obras escultóricas que evocan singulares trayectorias y logros humanos que perduran en el imaginario popular.


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