En momentos que la comunidad internacional clama por el castigo a la violación de los derechos humanos en Venezuela, incluyendo en esas demandas la liberación de los presos políticos y el cese al ominoso tratamiento de que son objeto, el fallecimiento de Raúl Isaías Baduel le da más fuerza a las iniciativas de aplicar el derecho internacional para juzgar los crímenes cometidos por los funcionarios del Estado venezolano. El deceso en circunstancias no aclaradas del exministro de Defensa, en efecto, causó la reacción inmediata de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, así como de la Comisión de los Derechos Humanos de la ONU, quienes pidieron una investigación independiente inmediata de las causas de su muerte. El hecho de que 10 presos políticos hayan muerto en sus celdas (3 de ellos militares, contando a Baduel) nos indica que el régimen no se ha tomado todavía muy en serio las peticiones realizadas tanto dentro como fuera del país

Pero el punto sobre el cual queremos detenernos con cuidado es el del carácter y el tamaño de la herida dentro de la institución militar (o lo que queda de ella), que se revela y patentiza, de por sí, en el largo apresamiento y muerte del más icónico –entre sus integrantes– de los adversarios del régimen. El hecho de que, según el Foro Penal, de los 259 presos políticos existentes en el país para este momento de octubre de 2021, 127 sean civiles y una mayoría de 132 militares, nos dice ya algo del tamaño de esa herida (no estamos incluyendo aquí a la inmensa legión de los oficiales y soldados perseguidos, los marginados, los dados de baja, los exiliados, los desertores, etc.).

El punto del carácter y alcance de la herida de la institución de las armas (el descontento soterrado, las grandes tensiones y desacuerdos existentes  –que pese a barrera informativa hay razones de sobra para suponer que son las mismas que existen dentro del resto del país- y, en fin, el desdibujamiento de su identidad y de su misión) podemos resumirlo sencillamente recordando lo que ha pasado con los líderes históricos del movimiento bolivariano, los que hicieron el Juramento del Samán de Güere, pues el devenir de que cada uno nos muestra, simbólicamente, el espectro de las profundos desentendimientos que tomaron cuerpo dentro de la institución militar en las últimas dos décadas: Jesús Urdaneta Hernández, después de ser jefe de la Disip, tan pronto como en el año 2000 se abrió contra Chávez, denunciando múltiples casos de corrupción y la transferencia de recursos a las FARC colombiana; luego decide retirarse por completo de la vida pública.

Francisco Arias Cárdenas (que no hizo el Juramento del Samán pero es fundador del MBR) también se rebeló tempranamente contra la hegemonía y el cariz autoritario de Chávez al llegar al poder, disputándole la presidencia de la república en el 2000. Pero regresó al poco tiempo al redil, llegando a ocupar la Gobernación del Zulia entre 2012 y 2017, siendo actualmente embajador en México. Ha sido –dejando a un lado a Chávez– el único de los fundadores con vocación y cualidades naturales para la política. Al conservar cierta aureola carismática que deviene de su participación en el 4F, él genera no poco recelo en Maduro, Cabello y demás líderes principales, lo cual explica que se le haya negado la posibilidad de nominarse como candidato en las recientes primarias del PSUV, y que lo mantengan con su premio de consolación en el exterior.

Baduel, por su parte, siempre fue, como Urdaneta Hernández, un típico hombre de armas, con poca o ninguna vocación para el ejercicio de la política. Nunca, de hecho, llegó a constituir un partido o grupo organizado, ni a manifestar su aspiración a un cargo público electivo (lo cual, sin duda, le hubiese gustado a Chávez, como la forma más efectiva de anularlo). Pero, a diferencia de Urdaneta, no optó, al pasar a retiro en 2007, por marginarse de la vida pública, sino que desde un principio manifestó abiertamente sus críticas al derrotero por el que Chávez conducía al país con el proyecto de reforma constitucional, contribuyendo de manera decisiva a la derrota de esta en diciembre de ese año. El hecho de manifestar gallardamente su oposición al régimen desde las simples trincheras de un ciudadano común, sin intereses ni ambiciones personales de por medio, contribuyó decisivamente para que conservara una gran auctoritas dentro de la Fuerza Armada, manteniendo dentro de ella una influencia silenciosa pero notable, que lo llevará de nuevo a la cárcel en 2017 y, finalmente, a la muerte.

Lo cierto es que los caminos que eligieron estos líderes originarios del movimiento bolivariano –y sus respectivos devenires– revelan en cierta medida el drama de una institución quebrada tanto en su cuerpo como en su alma, al ser minada en sus rasgos meritocráticos y profesionales y ser puesta al servicio de intereses partidistas, y, en definitiva, corrompida profundamente y asociada a grupos armados del vecino país y a los intereses del narcotráfico.

La verdad es que desde que llegó al poder, Chávez demostró a sus antiguos compañeros de armas que no iba a aceptar que le hicieran sombras y que solo a través de la sumisión a sus proyectos políticos personales tendrían acogida dentro del régimen que recién comenzaba. A la par de empezar a crear dentro del imaginario popular –gracias a su carisma mesiánico– la idea de que él era un líder único e insustituible, empezó a desarrollar múltiples mecanismos para hacerse del control de las fuerzas armadas y ganarse la simpatía y el sometimiento de sus miembros. Aparte de promoverlos para cargos de elección y colocarlos en puestos de gestión de la administración pública y empresas del Estado, el primer mecanismo que elaboró –plataforma de lanzamiento y experimentación para todo lo que vendría después– fue el Plan Bolívar 2000, esto es, dar recursos a los hombres de armas para intervenir en problemáticas sociales puntuales, baipaseando a los organismos del Estado. Paralelamente, aplicó un progresivo marginamiento, hostigamiento y represión para los que no se sumaran a sus designios.

Pese a la corrupción que desató –o justo por eso– el Plan Bolívar le daría la pista para continuar con múltiples formas de adhocracias improvisadas y generalmente sin criterios profesionales (verbigracia, las misiones) donde él y luego Maduro usaron de forma intensiva a la Fuerza Armada y a sus partidos (MVR y PSUV, sucesivamente) para los fines clientelares y la vigilancia y control de la población.

Luego, ya con Maduro, el régimen se enfocó –calcando hasta en los detalles al modelo cubano– no solo en la cooptación individual de medianos y altos oficiales, sino en cooptar la institución como un todo, creando el Banco de las Fuerzas Armadas, la empresa agrícola Agrofanb, y –la joya de la corona– la Compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petrolíferas y de Gas (Camimpeg), proyectos todos que han fracasado estentóreamente, más allá de los provechos particulares y mal habidos generados a través de la explotación ilícita de los minerales de Guayana.

Pese a la relativa eficacia de este modelo de relaciones con los militares a los efectos de los objetivos del régimen, puede decirse que ya no da más: la Fuerza Armada, que durante el período democrático -y aún en buena parte del período del galáctico barinés- siempre fue una de las instituciones más valoradas en todos los estudios de opinión pública, ha alcanzado un nivel de desprestigio nunca visto; la gran mayoría de sus integrantes y sus familias -sobre todo los niveles bajos y medios- sufren también el deterioro galopante de las condiciones de vida que afecta a más del 90% de la población; y es visible la desconfianza que Maduro y los círculos gobernantes tienen en ella. Ahora más que nunca se impone -y ojalá esto se logre por medio del entendimiento y las vías pacíficas- impulsar la recuperación de su majestad, su meritocracia, los valores democráticos y el espíritu cívico que nunca debió haber perdido.

@fidelcanelon

 


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