La guerra que el castrismo libra supuestamente contra “el imperialismo” en realidad ha sido siempre contra los cubanos, de manera que maliciosamente presenta a los opositores como si fueran agentes de una potencia extranjera en lugar de legítimos adversarios del régimen.

De allí la costumbre establecida por Castro de llamarlos “mercenarios”, práctica en la que insisten obsesivamente sus sucesores para los que el argumento supremo consiste en señalar que alguien “recibió dinero” para librarse de todo razonamiento.

Con este punto de partida, desarrolló un aparato militar y de inteligencia que proviniendo de un país tan pequeño insólitamente despliega por todo el mundo. La guerra, que siempre se pensó como una situación temporal, un tránsito que conduce al estado de paz; ahora se concibe como guerra permanente, perpetua, sin fin y desprovista de límites formales.

Se abandonan los principios generales de las costumbres y el derecho de guerra, primero y principal, la distinción entre combatientes y no combatientes; el que los ataques solo puedan dirigirse directamente contra objetivos militares, no contra civiles; la prohibición de medios bárbaros, como el uso de instrumentos de lucha que causen daños y sufrimientos superfluos, en el sentido de no ser inevitables o inútiles para el logro de los objetivos.

Por ejemplo, la prohibición de armas químicas y bacteriológicas, lo que China comunista transgrede abiertamente; los venenos y las armas envenenadas, en lo que Rusia muestra una indiscutible experticia; los gases tóxicos y afines, pero Cuba produce toxinas paralizantes desde los años ochenta en centros de ingeniería genética y biotecnología.

Finalmente, se olvida el repudio de medios pérfidos, esto es, aquellos que sean contrarios al “honor militar”, suponiendo que eso exista y sea lo que sea que se entienda por ello, supone que la guerra, como toda contienda, debe hacerse con “un mínimo de lealtad”,  que permita que la victoria sea digna, motivo de orgullo y no de vergüenza.

Esta visión caballeresca corresponde a la concepción de la guerra como una relación entre Estados caracterizada por el uso de la fuerza y la ruptura de las relaciones pacíficas, propias de naciones civilizadas. Ilusiones que naufragaron en el horror del siglo XX con las dos guerras mundiales, la emergencia del nacionalsocialismo y del comunismo, ideologías totalitarias que impusieron la guerra total: nada ni nadie puede escapar a sus confines.

La teoría de la guerra revolucionaria, formulada por Lenin, pretende la transformación de la guerra imperialista (entre Estados) en guerra civil (dentro del Estado), para tomar el poder con participación de las masas de obreros y campesinos armados bajo la dirección de un partido político disciplinado, con lo que borra el límite entre la guerra y la política, entre el mundo militar y el civil.

Esta fórmula fue codificada por Mao Tse-tung y llevada magistralmente a la práctica por el vietnamita Vo Nguyen Giap, con su concepción de la guerra popular prolongada como guerra de todo el pueblo, según la cual un campesino puede empuñar el arado en la mañana y el fusil por la tarde, mientras su mujer e hijos cavan trampas, trincheras y túneles.

Este cruce morganático del socialismo originalmente europeo occidental con el despotismo y colectivismo asiáticos, tan absolutamente ignorantes de la dignidad individual, se ha entreverado en la teoría y práctica de toda la internacional comunista y movimientos aliados de manera que no hay ni uno solo que no abreve en este manantial común.

Para ellos, la vida es política: no hay uno de sus aspectos o manifestaciones, sea familiar, afectiva, artística, espiritual, científica, que no caiga dentro de este denominador común. Luego, la política es guerra: no hay ni un solo ámbito de la acción humana que le sea ajeno.

Lo primero que hacen los comunistas es introducir la expresión “el enemigo” para referirse a quienes hasta ayer eran simples rivales, competidores, opositores, contendores, disidentes y pretender su aniquilación o incondicional sometimiento; no se trata de un juego en que se gana y se pierde sin que la lucha tenga un carácter existencial.

A partir de aquí todo se traduce a un lenguaje bélico, por ejemplo, la expresión “bloqueo” solo tiene sentido en el contexto de una guerra naval; la “guerra económica” se refiere al trato de la población civil de la potencia enemiga, dentro y fuera de su territorio y en el propio; los frecuentes apagones son objeto de la “guerra eléctrica”; se habla de “seguridad alimentaria” y encargan a militares la distribución de alimentos; hay guerras psicológicas, de información, de propaganda, batalla de ideas y así ad nauseam.

Con motivo del levantamiento popular del 11 de julio en que los cubanos clamaron en las calles pidiendo libertad, fin de la tiranía y abajo el comunismo, la respuesta de Miguel Díaz Canel fue: “Tendrán que pasar sobre nuestros cadáveres”. Y para que no queden dudas agregó: “Estamos dispuestos a todo”.

Al lenguaje brutal le sigue una acción implacable, una guerra sin restricciones en la que ni siquiera se define quién es el enemigo, por lo que las acciones pueden incluir una purga ejemplarizante en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que se sabe que no quieren a Díaz Canel porque no es de esa logia; o en la policía política y cuerpos de seguridad que son los que ostentan el poder real, sobre el Partido Comunista y sus organizaciones de masas.

Los comunistas han adoptado la expresión “Lawfare” entendida como “guerra jurídica”, que consiste en utilizar los procedimientos legales para atacar a oponentes políticos dando una apariencia de legalidad a procedimientos arbitrarios. Se trata de un método de guerra no convencional en que la ley se utiliza como medio para conseguir objetivos políticos.

Está a la vista como los manifestantes son sometidos a juicios sumarísimos y condenados a penas exorbitantes por delitos inexistentes; pero además son rastreados en sus casas meses después de los eventos, secuestrados durante la noche, sometidos a maltratos físicos y verbales, palizas, desnudez, rapado del cabello, insultos, humillaciones, hostigamiento de las familias, separación y aislamiento en centros de reclusión remotos, todo tipo de tratos crueles e infamantes, sin que hasta ahora ninguna organización internacional haya elevado la menor protesta, incluso Estados Unidos, ni la UE.

No está claro si los esbirros de la seguridad del Estado consignan en sus comandos los bienes que incautan en las viviendas que allanan, sobre todo celulares, computadoras, laptops, medios de trabajo de comunicadores independientes; sí está claro que sus líneas de mando saben de estas prácticas pero se ignora cómo las regulan, si es un derecho de botín o de “apropiación personal”, que es como se define jurídicamente al saqueo.

La guerra de todo el pueblo se ha trastocado dialécticamente en guerra contra todo el pueblo, que se encuentra completamente inerme a merced de fuerzas que se comportan como un ejército de ocupación; pero sin las garantías y límites del régimen de ocupación.

Los partidos, organizaciones civiles y personalidades claman desesperadamente por ayuda para los opositores que se encuentran atrapados al interior de la isla, literalmente en calidad de rehenes; pero nadie escucha. La gran prensa, los medios globales, plataformas y redes sociales, censuran toda información que no esté en la corriente de la agenda progre.

Al final del día, los cubanos, como los venezolanos, nicaragüenses, bolivianos y un largo etcétera que ya abarca toda América, solo cuentan consigo mismos y sus escasos recursos.

Pero esta es la lucha y es necesario vencer, como dijo en circunstancias semejantes, abandonado por el mundo, David Ben-Gurión: No hay alternativa a la victoria.

 


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