Hoy pergeñaré, grosso modo, los valores y principios que deben signar el ejercicio de cualquier cargo público, sea de elección popular o por designación. Veamos: a) Dignidad: Que comporta el ineludible respeto a la persona, natural o jurídica.  b) Probidad: Que no es otra cosas que la rectitud, honestidad y ética en el cumplimiento de las funciones inherentes al cargo y, desde luego, la correcta administración de los fondos públicos que le son confiados. c) Igualdad: Que implica la actuación con absoluta imparcialidad para garantizar la igualdad de oportunidades; supone la no realización ni consentimiento de discriminación alguna por razones  nacionalidad, credo político, raza, sexo, idioma, edad, religión, opinión, origen, posición económica o condición social.  d) Capacidad: Tiene que ver con la técnica o pericia, y por tanto idoneidad  para el desempeño del cargo para el cual se ha sido designado (a) o elegido (a). e) Responsabilidad: Observar una actitud diligente en sus funciones y brindar a la ciudadanía una atención eficiente, oportuna y respetuosa a los requerimientos que se le hagan en el ejercicio de su cargo. Los servidores públicos son personalmente responsables por la falta de probidad administrativa y cualquier delito o falta cometida en el desempeño de sus funciones.

Toda acción u omisión en contravención de las normas que regulan el ejercicio del cargo hará incurrir a sus autores en responsabilidad administrativa, civil o penal, según el caso, en la forma prescrita en la Constitución Nacional y en las leyes.  f) Legalidad: Cumplir la cabalidad los preceptos de la  Constitución Nacional,  leyes, reglamentos y demás normativas que rigen su actividad.

Es bueno consignar acá que ningún cargo, sea cual fuere su naturaleza, debe ni puede servir para el acoso, la persecución ni para la retaliación política ni personal.  La actuación de cualquier funcionario está bajo la lupa de la ciudadanía, sujeta al escrutinio de la colectividad, al principio de rendición de cuentas, de allí que cualquier conducta reñida con los principios antes aludidos y  previstos expresamente en el ordenamiento jurídico vigente, debe ser objeto de rechazo y ser denunciada, para evitar atropellos, persecuciones, pases de facturas o groseros procedimientos en que incurre cualquier funcionario prevalido de un cargo.

Insisto en la conveniencia de que ninguna persona cargue sobre sí sombras de dudas ni carezca de probidad. Tampoco luzcan o exhiban repentinas fortunas. Estas no deben ni pueden postularse a cargos de elección ni de ninguna otra índole. Por supuesto que eso vale para todos, y añadimos, el funcionario en ejercicio de cualquier cargo que no cumpla cabalmente los principios previstos en el Código de Ética del Funcionario, que no sea capaz de enmendar su conducta, no le queda otra que declinar.

Si la corrupción administrativa no es otra cosa que el manejo doloso de los dineros públicos, o el uso indebido de los bienes o servicios de naturaleza pública; si socava la legitimidad de las instituciones públicas, y así lo señala expresamente el primer Considerando de la Convención Interamericana contra la Corrupción; si esta práctica malévola causa tanto daño a los patrimonios de nuestras naciones y atenta contra la sociedad misma; si muchos funcionarios ayer y hoy han ocupado cargos, siendo que sus vidas no han estado precisamente libres de procesos criminales y de estafas al Fisco, entonces debe asumirse con firmeza y suficiente voluntad política la tarea de afrontar las averiguaciones orientadas a esclarecer los hechos denunciados, procesar a los presuntos responsables y decidir en consecuencia.

La corrupción causa distorsiones en la economía, genera vicios en la gestión pública y propende al deterioro de la moral social. Se trata, entonces de generar conciencia en la población de nuestros países sobre la existencia y gravedad de la corrupción y de la necesidad de fortalecer la participación de la sociedad civil en su prevención y combate. No es fácil, pues este mal tiene muchos rostros, y muchas veces alcanza el nivel de metástasis, y para combatirlo, es preciso erradicar los impunes compadrazgos.

Ya el historiador católico británico John Emerich Edgard Dalkberg Acton, más conocido como Lord Acton, había acuñado la frase en 1887 así: “El poder absoluto corrompe absolutamente”. 

Y la verdad es que la misma sigue vigente, confirmada en los hechos en un país no muy lejano, ubicado al norte de la América del Sur, en plena zona tórrida.


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