En democracia el voto expresa, pacíficamente, la voluntad de una sociedad que hace posible su conducción, convirtiéndose en una fuerza determinante y concluyente. El voto libremente emitido, honestamente contado y adjudicado, constituye un elemento movilizador y promotor de la construcción social.

El exeurodiputado Daniel Cohn-Bendit comunica, a partir de un diálogo con la reconocida profesora marroquí Fátima Mernissi, la siguiente reflexión:

“La libertad de introducir una papeleta de voto cambia profundamente a las sociedades. Es un acto en el que todos los ciudadanos pueden tener, y tienen, el sentimiento de participar en la vida pública. Es el acto de participación más grande. Cualquier manifestación, en número, es cincuenta veces inferior al acto de participación”.  (1)

A lo anterior, Cohn-Bendit agrega lo siguiente:

“Evidentemente, en los países donde el voto existe, la gente no se da cuenta de este poder, al contrario que la que vive en países donde el voto no existe” (2).

El voto ha sido el gran logro sociológico y político  de la modernidad. El instrumento que sustituyó a las armas en la función de determinar la conducción de las sociedades. Ya no será su fuerza bruta la que definirá el modelo a construir, ni los grupos políticos o personas que gobernaran o representaran. Un acto sencillo que encierra un mandato de los ciudadanos, verdaderos soberanos y dueños de su destino societario, será el definidor.

Si el voto no permite definir el destino de esa sociedad, si la voluntad de los ciudadanos expresada en una papeleta no es respetada, si no permite elegir libremente a los gobernantes, entonces no es un voto. Es un remedo, un disimulo, instrumento inútil, diría peligroso. Concebido como la herramienta útil para concretar la voluntad ciudadana, para garantizar la convivencia civilizada, es utilizado precisamente para un fin totalmente distinto.

Es como quien utiliza un instrumento diseñado para cumplir un fin noble, pero lo aplica para causar el mal. La energía atómica, por ejemplo, rectamente utilizada es una herramienta de gran utilidad para ofrecer bienestar. También puede ser instrumentalizada para destruir a la humanidad.

El voto rectamente utilizado es un instrumento de paz. Como bien lo afirma la doctora Mernissi “es el acto de participación más grande”, que “cambia profundamente a las sociedades”. Perversamente aplicado es un elemento disolvente, factor de división social, promotor de la violencia,  elemento justificador de la usurpación.

Un elemento fundamental para garantizar la existencia del  voto, como el instrumento a través del cual se expresa la ciudadanía, es la libertad. Libertad para permitir la manifestación de la voluntad individual y colectiva. Lo cual supone condiciones para generar la organización, difusión y la concreción de la misma.

Un sistema político que ha limitado severamente la libertad no garantiza la existencia del voto en todo su significado. El “socialismo del siglo XXI” ha confiscado los partidos políticos y tiene mediatizada dicha figura en el orden constitucional y legal. Formalmente estableció la prohibición de financiamiento a dichas entidades, por excelencia promotoras del voto y  la participación política. No obstante, el régimen y sus aliados disponen, sin control alguno, de todos los recursos del Estado.

La decisión de intervenir las directivas partidistas, colocando  agentes a su servicio, constituye un elemento destinado a confundir al ciudadano, obteniendo una manifestación de voluntad sobre la base del engaño, con lo cual el voto emitido pierde todo valor político, pues en el fondo se trata de la emisión de un consentimiento bajo engaño. Y esto,  jurídica y éticamente lo vicia de nulidad absoluta. Vale decir, en esencia, ese acto no es un voto. Es una impostura.

El fraude en marcha se refuerza con la confiscación de la libertad de expresión, la censura directa o indirecta existente sobre los medios de comunicación, la hegemonía avasallante sobre los pocos medios de comunicación disponibles, bajo el control directo del partido-Estado.

Hay quienes consideran que con el acceso a las redes sociales se logra saltar la censura. No es cierto, a las redes sociales no tiene acceso cerca de 70% de la población, que carece de teléfonos inteligentes, computadores personales, Internet o servicio eléctrico. En consecuencia, la información que reciben es limitada, manipulada o sesgada por el interés en deformar la realidad, típica de los regímenes autoritarios.

En la actual coyuntura de Venezuela, la inmensa mayoría de la población solo recibe la información que la TV y la radio, toda controlada directa o indirectamente por el régimen, transmite.

En Venezuela no existe el voto en todo su significado. La dictadura comunista ha destruido la fuerza y el valor del voto, hasta convertirlo en un instrumento baladí con el cual justificar la usurpación del poder, basado en el uso de la fuerza militar y paramilitar, más no en la decisión libre y consciente de los ciudadanos. En los casos en los que aparentemente han aceptado una manifestación de voluntad contraria a sus intereses, se produce de inmediato, en la práctica, una burla a esa voluntad. Lo vimos con la Asamblea Nacional, totalmente desconocida. Los estamos apreciando en gobernaciones y alcaldías ganadas por dirigentes democráticos. Se les impide gobernar, estableciendo unos funcionarios paralelos,  llamados “protectores, con los cuales se está desconociendo la decisión de la mayoría, y en consecuencia expresando que el voto emitido no tiene valor para quienes controlan, por la fuerza, el poder.

Para la elección parlamentaria en puertas, el período de campaña es de apenas diez días. En un cuadro de severa reducción de la libertad de expresión, destrucción de la economía, limitaciones para el transporte, y en medio de una pandemia, prácticamente  se puede considerar que no habrá tiempo real para una campaña que permita orientar a la ciudadanía sobre un proceso, cuya naturaleza de por sí es compleja, lo cual favorece una gran dispersión. La misma le da al régimen una ventaja, potenciada con los demás elementos ya descritos.

En conclusión, el diseño del proceso electoral previsto para diciembre anula la fuerza del voto, convirtiendo el mismo en un mascarón con el cual justificar una estrategia de cierre de la libertad, y confiscación de la democracia. No es útil ni para mostrar el fraude, porque ya está más que evidente. Tampoco para encauzar la indignación colectiva. La forma como está montado lo impide. De modo que ese “voto” carece de toda utilidad.

Abstenerse en un proceso de esas características no significa renunciar al voto. Es una protesta frente a la estafa. Debemos activarnos para  exigir respeto para ese instrumento, que debemos rescatar como una herramienta efectiva para la gobernabilidad social.

Tal como está diseñado, eso que llamarán voto no alcanzará esa categoría. Restaurar el valor y la fuerza del voto es la tarea política a la que debemos dedicar ingentes esfuerzos. No se trata de abandonar la escena, renunciar a la política. Se trata de reivindicar el verdadero sentido de la política, y por lo tanto del voto, hoy extraviado en los vericuetos de la mentira, la manipulación, la corrupción y el fraude.


  1. Mernissi Fátima. Profesora del Instituto Universitario de     Investigación Científica de la Universidad Mohammed V de Marruecos y Miembro del Consejo de Universidades de la ONU. Citada por Daniel Cohn-Bendit en su libro: POUR SUPPRIMER LES PARTÍS POLITIQUES?  Titulado en su edición en español con el nombre ¿Contra Los Partidos Políticos? Reflexiones de un Apátrida sin Partido. Editorial Indigine. Febrero 2013. Madrid. Pág. 75
  2. Cohn-Bendit, Daniel. Ob. cit. Pág.  75.

 


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