Hitler nunca consideró a Churchill un enemigo temible. Conocidas las debilidades del primer ministro británico, era imposible temer a un país que iniciaba un lento declinar ante potencias emergentes unas, otras ya consolidadas, después de la primera conflagración bélica mundial. Algo parecido pensaba Stalin, el aliado de coyuntura soviético. Ambos líderes, prototipos del totalitarismo del siglo XX, consideraban que las democracias representativas alentaban la debilidad de sus ciudadanos y eran sustancialmente incapaces de hacer frente a regímenes que se fundamentaban en la unidad y la relación entre el pueblo y el líder. Eran resabios de un pensamiento arraigado en la historia: la unidad fortalece a quienes la consiguen, la pluralidad (la división) reduce las posibilidades de vencer o resistir. Al fin, el sistema de democracia representativa, que hace de la pluralidad su esencia, es un producto artificial y sofisticado de la razón, opuesto a nuestra reacciones más primarias: aceptación de la ley del más fuerte, el deseo de unidad (de agrupamiento) ante el peligro o lo desconocido o lo diferente.

Gran Bretaña resistió y terminó pasando el testigo de su primacía mundial a EE.UU., que unía a su sistema democrático, basado en la pluralidad, un conocimiento superior al de otros países y un ejército poderoso. En fin, Hitler fue derrotado y cada uno de los discursos del veterano primer ministro británico se convirtió en una sugerente lección de fortaleza humana y de heroísmo. Tuvieron que pasar casi 50 años para que cayera con estrépito todo el sistema soviético. Aquel imperio, que volvió a parecer durante un tiempo como la alternativa inevitable a las democracias occidentales, se fue derritiendo como una estatua de hielo en un caluroso mes de agosto. No fueron tanques, ni bombas, ni invasiones, ni guerras las que acabaron con la Unión Soviética; fueron sus propias debilidades, para muchos ocultas a la vista, pero que fueron corroyendo el sistema político soviético, totalitario y basado en la unidad («¿Libertad para qué?», de Lenin a Fernando de los Ríos).

Tal vez si hubiéramos mirado la derrota de los persas frente a los griegos, cuatrocientos años antes del nacimiento de Jesucristo, habríamos tenido más fe en nuestras propias fuerzas. Porque allí y en aquel tiempo también se enfrentaron la democracia y los sistemas totalitarios, la libertad y la unidad. Pero el ser humano pocas veces aprende del pasado. Ni aquella victoria de los atenienses, que algunos situarán mejor si mencionamos la carrera de Maratón, ni las del siglo XX, sirvieron a las democracias para adquirir seguridad en su fortaleza, y tampoco los derrotados supieron nunca evaluar correctamente la fortaleza de la libertad.

Parecían derrotados los totalitarismos en las postrimerías del siglo XX, los sistemas políticos basados en la libertad iban ampliando su número, cuando empezamos a notar, al principio muy débilmente, el renacimiento de los totalitarismos iliberales. Una vez más, el optimismo propio del ciudadano libre fue sorprendido por la reaparición de los nuevos y viejos peligros de siempre. ¡Y volvimos a equivocarnos tanto ellos como nosotros!

Lo que parecía un ensimismamiento estadounidense, producto de su debilidad, durante los mandatos de Obama, la elección de un presidente, émulo circense de los iliberales de Oriente, su sustitución por un hombre que no mostraba sus mejores condiciones, debido a su avanzada edad, fueron datos que sirvieron a los iliberales para volver a equivocarse en la interpretación de la fuerza de la gran democracia americana. La salida caótica y precipitada estadounidense de Afganistán certificaba, a ojos de los iliberales, su irreversible decadencia.

Putin, que había convertido a Rusia en suministradora, casi en régimen de monopolio, de energía a una UE, convaleciente de su espíritu narcisista, vio la oportunidad de pasar a la historia de su patria y a la mundial, invadiendo Ucrania. Le sorprendió primero la resistencia patriótica del pueblo ucraniano. Posteriormente, la reacción enérgica de la UE y el resurgimiento de la OTAN, que meses antes parecía, según Macron, en estado de «muerte cerebral». Lo que iba a ser un paseo militar se convirtió en una larga y costosa operación bélica para los líderes rusos. Los poderosos ejércitos dirigidos desde Moscú no conseguían llegar a Kiev y se enfangaban en lugares recónditos de Ucrania, sin gran importancia militar. El líder ruso pronto tuvo que enfrentar, con medidas policiales expeditivas, las revueltas de ciudadanos rusos que unían a su oposición a la invasión a Ucrania su reivindicación de democracia y libertad para su país y para sus compatriotas.

El tiempo pasaba lentamente para los líderes rusos y su cohorte de oligarcas, privados de sus costosas venalidades, lejos de su país, en Occidente. Todo se hacía cuesta arriba. Ese panorama hacía comportarse a su gran aliado chino con la reticencia que inspiran los perdedores a sus socios. Solo algún país iberoamericano ha mostrado un entusiasmo sorprendente y sin causa por el agresor.

A todos estos duros reveses para los rusos de Putin, sobre los que nos podríamos extender, se une de repente una especie de ‘putsch’ del ejército privado comandado por Evgueny Prigozhin, amigo personal del autócrata ruso. En un acto, que no sabemos si fue seriamente meditado o producto de una apasionada reacción contra los responsables de la política de defensa de Rusia, llegó sin impedimentos a 200 km de Moscú, demostrando aún más la debilidad del líder y de su sistema político basado tanto en la compra de voluntades como en el miedo a las represalias de la nomenclatura. Ahora vienen los análisis sobre las causas de la desafección entre el líder de Wagner y Putin, pero sobre todo, las consecuencias para el autócrata y su sistema político-policiaco de control. Los líderes autoritarios tienen todo el poder, pero su mantenimiento solo es posible si no dan síntomas de debilidad, en ese caso el ejercicio del poder se debilita y permite la aparición de oposiciones diversas, que no son siempre mejores.

Pero sobre todo hoy me interesa volver a reseñar que las democracias parecen débiles, descompensadas, sumidas en procesos continuos de decadencia, pero en realidad a lo largo de la historia han mostrado su fortaleza ante los ataques de los liberticidas. En realidad los enemigos capaces de destruir los sistemas social-liberales no son externos, provienen de su interior. Son los que interpretan el sistema de democracia como un corsé a la «verdadera libertad», a la «verdadera igualdad» o los que temerosos de los cambios apuestan por retroceder en el tiempo.

Los verdaderos enemigos de la democracia y la libertad son el descuido de la dignidad que supone ser representantes del pueblo, la incapacidad para contener el poder que la sociedad les ha otorgado, la utilización arbitraria de las normas, la ocupación partidaria de las instituciones de control, y la desconfianza que todo ello produce en los ciudadanos. De las guerras de Atenas contra el Imperio persa, pasando por el ejemplo de resistencia heroica del pueblo británico con Churchill a la cabeza, y llegando a la ejemplar lucha por la democracia y la libertad de los ucranianos, podemos sacar una conclusión trascendente: nuestros más peligrosos enemigos no están fuera, están en casa, entre nosotros.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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