El nuevo personaje de Sean Baker, director afamado de Tangerine y Florida Project, representa al arquetipo americano del “looser”, antihéroe trágico de conquista de un sueño inalcanzable como el de Vaquero de Medianoche, After Hours y Uncut Geams, antecedentes naturales del largometraje con el actor Sim Rex, ex estrella porno de la generación MTV.

El filme genera una rica materia para la interpretación meta e intertextual, en función del origen de su intérprete, a quien vemos como el símbolo de la decadencia de una época de los noventa, sin pecar por ello de un revisionismo condenatorio y moralista.

Es evidente su relación con el contexto del país después de Trump, acusado por la crisis de la falta de vivienda, a causa del covid 19 y las últimas caídas financieras, de las cuales muchos no han podido recuperarse.

Pero la película sugiere los temas, los retrata con planos y situaciones, con visiones del empobrecimiento social en medio de un paisaje de fábricas colmadas de chimeneas humeantes.

Un decorado entre el Lynch del absurdo industrial y el Dickens de los tiempos difíciles, cuyas imágenes sabe capturar la cámara indiscreta del realizador, inspirándose en la estética descarnada del underground de Warhol, Casevettes y Morrisey.

El uso del zoom y de otros recursos técnicos del género hard core se volvieron una de las tendencias del 2021, no solo adaptada por su eficiencia narrativa por los asiáticos (Hong Sang Soo y Ryusuke Hamaguchi), sino por creadores tan equidistantes como el rumano Radu Jude y el indie Sean Baker.

Al borde siempre del éxtasis y la alucinación, Red Rocket va elaborando un relato mínimo, acerca del fracaso de un personaje de la periferia porno de Hollywood, de regreso a una Texas donde a todos parece estorbar e importunar, menos a una chica de una tienda de donas.

Lo curioso es cómo el filme destruye nuestro mapa mental sobre lo visto durante el metraje, hacia un desenlace bastante “What the fuck”,  donde dudamos de la veracidad de lo retratado en la pantalla, según la percepción del protagonista.

Un efectivo y típico final que nos permite reescribir el guion y la puesta en escena del largometraje, preguntándonos si de verdad existió la lolita de la tienda de donas, llamada Strawberry, o sencillamente es una más de las fake news que consume y se inventa nuestro Red Rocket, para escapar de su destino miserable y cruel en el abismo de un no lugar, de una no ciudad, de uno de aquellos urbanismos indiferenciados y carentes de identidad o de alma, que le producían vértigo, una mezcla de amor y odio, a artistas del desencanto y el desgarro americano como Sam Shepard, libretista para más señas de Paris-Texas, el mejor trabajo de Wenders que reclama alguna herencia en la reciente obra de Sean Baker.

El director sigue sintiéndose cómodo, seguro y a sus anchas en la actualización tragicómica del género del realismo sucio, beneficiándose de un casting de actores de su propio papel, de posibles no actores o de actores sacados de los márgenes del sistema, con quienes gusta de orquestar un revancha freak como de Harmonie Korine.

No cae, por fortuna, en la condescendencia del vampirismo de la miseria chic, que explota el algoritmo de Netflix con Imperdonable, de cara a un Oscar generalmente sensible a la pobreza que dignifica un oportunista millonario de la progresía en la meca.

Más que la nostalgia por el gueto de falsedades y trampas al uso, Red Rocket se siente como la ascendente continuación de un autor independiente, que consideramos un valor confiable y un aliado del cine que está interesado en proponer conversaciones, antes que bajar una línea.


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