Comenzar a hablar de nuestro país y de sus habitantes es a veces complicado, debido a que cada quien, dependiendo de sus intereses, entorno, necesidades y afectos, actúa según sus conveniencias. Unos más que otros se destacan en su honorabilidad y altruismo; otros, por el contrario, se centran en sus egoísmos y tratan de obtener el mayor beneficio, con el mínimo esfuerzo. Ambas fuerzas se disputan la estima y la respetabilidad, pero todos más o menos tienen su precio y lo tasan en la forma como logran sus metas, en el cual la dignidad viene valorada en la forma y en la manera que obtienen sus méritos: unos a través del esfuerzo, la dedicación y el sacrificio; otros a través de la trampa, el engaño y el poder mal ejercido.

Los segundos son los que más se han destacado en nuestro país en los años de revolución bolivariana, en que Venezuela la han convertido en una perfecta organización de la degradación, el pillaje y la perversión. En donde a través de un discurso plagado de resentimientos y engaños han logrado implantar en la sociedad la filosofía de la miseria. El día a día de los venezolanos se ha transformado en aquello que somos capaces de afrontar, que no es otra cosa que tratar de mantener la cabeza fuera del agua, para poder tomar de vez en cuando una bocanada de aire y así aguantar la respiración ante la inmersión en un mar de escasez e improvisaciones, que han degradado nuestra calidad de vida, porque lo que cuenta es sobrevivir.

Ya se acabó la solidaridad, el altruismo o la filantropía, nuestra verdad está estructurada en la norma de sálvese quien pueda, sin importar qué caminos tomar ni los recursos que se deban utilizar, porque lo que cuenta es tratar de seguir con vida en una nación donde la existencia de sus ciudadanos no tienen ninguna importancia, ya que los venezolanos son considerados por parte de los revolucionarios simples peones de un ajedrez, donde lo que importa es mantener a toda costa el statu quo, sin interesar cuántas vidas hay que sacrificar para ello.

Lamentablemente lo que predomina en el ambiente es la ignorancia, que se respira sin sucumbir ante su fetidez, porque nos conformamos en advertir su mal olor, pero no hacemos nada para minimizar el tufo que nos impregna a todos. Ya no importan los gritos y los llantos, los lamentos y el clamor de un pueblo, lo que vale es no cambiar nada, sino más bien ahondar en un proceso de degradación, hasta convertir a toda una nación en dependiente de un movimiento político, que busca simple y llanamente usufructuar de los recursos de un país y enriquecerse a costa de 30 millones de almas. Ya el venezolano se ha recluido, se hace silencioso, casi mudo, con una voluntad de escapar dentro de sí mismo y dejar de saber, comprender y hacer. Ha perfeccionado la manera de ver para no comprender, de oír para no entender, de hablar sin decir nada, porque lo que vale es vivir un día a la vez, a pesar de que la única verdad es la realidad que nos rodea, nos refugiamos en las sombras para evitar los indicios que transitamos en un presente complicado y que el futuro es incierto, en el cual resalta la falsedad, la mentira y el engaño. Muchos recurren al expediente de la evasión que al de la acción, para no hacer frente a la existencia y huir a través de la fantasía, la utopía y la ilusión.

El fraude que se gestó en 1998 no puede ocultar los más de 20.000 asesinatos que hay cada año, la escasez de medicinas y alimentos, la devaluación de la moneda, la hiperinflación, la persecución, la discriminación, el encarcelamiento a quien ose pensar diferente, que la basura forme parte del ornato de la ciudad, la falta de independencia de los poderes públicos, que no se respete el imperio de la ley y que la impunidad sea la norma; que los apagones se hayan institucionalizado y los servicios públicos sean de pésima calidad, que el adoctrinamiento sea en cadena nacional y se haya convertido al venezolano en jalabolas, pendenciero y acomodaticio; que haya una nueva clase social: los boliburgueses y enchufados, que se esmeraron en dilapidar más de 1 millón de millones de dólares, para llevar a la patria a los límites de la pobreza; que los revolucionarios se muevan en carros de alta gama, viajen en primera clase comiendo caviar y langostas acompañadas con vino Château Pétrus, mientras nuestros connacionales hurgan en la basura para encontrar cualquier cosa para llenar su estómago.

Después de dos décadas sumidos en un proceso revolucionario, en lo único que han sido exitosos es en mancillar el nombre de la patria, en alterar nuestra bandera y escudo, en convertir en una caricatura nuestra moneda, en alterar nuestro patrimonio histórico y cultural, solo con la finalidad para que adoremos a un felón resentido, que con su verbo encendido ha llevado al país más rico del hemisferio, a la pobreza más extrema, transformando a toda una colectividad en títeres, que solo son capaces de expresar ideas inducidas, mermando la capacidad de reflexión y aceptar inexorablemente la resignación, en el cual el único sueño posible en la Venezuela del siglo XXI, es poder abandonar el país lo más pronto posible. De ser el pueblo más noble pasamos a desconfiar entre hermanos, a luchar por una bolsa de basura y enfrentarnos por apoyar a un autócrata.

Aunque el gobierno se hunde en las arenas movedizas de la ineptitud, la corrupción y la demagogia, no repara en acciones para seguir a flote, a pesar de las sanciones internacionales y tener crispada a la nación en sus cuatro puntos cardinales. Todo se gesta bajo la mirada proxeneta de aquellos que pudieran hacer algo y se abstienen, caminando de la mano de un grupo de sombras fieles exclusivamente a la incompetencia del socialismo, por miedo a perder los beneficios que les da ser cómplices de un régimen corrupto y hambreador.

Para concluir, la revolución lo justifica todo, hasta la sumisión y la mentira, la esclavitud de sus pensamientos y la acción perversa del engaño, porque hay que preocuparse por hoy, porque mañana vendrá otra dificultad.

 


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