Hay una relación lejana y particular entre el cine y el Japón milenario. Descartada la vertiente bélica dominada por “el día que vivirá en la infamia” y la subsiguiente guerra en el Pacifico, el cine negro exhibe una extraña afición por ese decorado exótico y lejano. Probablemente porque el alma del género tiene que ver con ese lado oscuro, vecino de lo desconocido. Los ejemplos son contados, pero sólidos y, en general, firmados por directores que algún rastro han dejado en la historia del cine. El gran Samuel Fuller, en 1955 dirigía La casa de bambú, historia de un militar trabajando encubierto para desarticular una banda de ladrones en Tokio. El filme exhibía la ya conocida pericia narrativa de Fuller, aderezada por su gusto por la descripción de ese arquetipo americano: el hombre solo, navegando en territorio amenazador y saliéndose con la suya. Cuatro años más tarde el mismo Fuller dirigía una de sus obras maestras, El kimono rojo.

No transcurría en Tokio, sino en el Little Tokyo de Los Ángeles y el manto de exotismo cubría las relaciones raciales entre los dos detectives encargados de investigar el asesinato de una stripper. En 1974, Sydney Pollack entregaba otro policial estimable, Operación Yakuza, en el cual Robert Mitchum volvía a Japón para ayudar a un viejo amigo (Brian Keith) con el secuestro de su hija. En 1989, le tocaba el turno a Ridley Scott. Lluvia negra describía el enfrentamiento de dos policías neoyorkinos (Michael Douglas y Andy Garcia) con la temible Yakuza, desnudando, en el camino los pecados y conflictos de los dos protagonistas, no necesariamente siempre alineados con la ley. Hay un hilo que recorría los cuatro títulos más allá de sus diferencias históricas. Los dos primeros describían el Japón de la posguerra, vencido, humillado y pobre. Las dos últimas, con quince años de diferencia, mostraban al Japón que “había ganado la paz” según una expresión de la época, y que mostraba los frutos de la riqueza, el triunfo y la abundancia. En los cuatro casos, sin embargo el Japón era (de cerca en tres casos, y de lejos en el caso de El kimono rojo de Fuller) el escenario y el impulsor del choque frente a valores desconocidos, que primaban frente al pragmatismo y al utilitarismo americano.

The outsider, producción de Netflix, ahonda, desde el título, en esta idea. Jared Leto, exprisionero en una prisión de Osaka en 1954, es, si se quiere, un doble extranjero. Es americano, vencedor en la guerra y sin embargo ha terminado preso en una cárcel de los vencidos en la cual buena parte de la población son los yakuza, con quienes se relacionará. Una vez libre será un privilegiado. El único extranjero (el “outsider” del título) que podrá integrar la asociación para delinquir, haciendo trabajos menores al principio para luego ir

ascendiendo en la escala jerárquica con responsabilidades cada vez más altas. Hay un doble sentido en esta subida al cielo de la mafia japonesa. Toda organización supone una dinámica y una estructura de poder, con lo cual el drama policial, de violencia explícita y muy bien graduada, es en el fondo un juego político que involucra el enfrentamiento con el “gang” rival y la administración de las rivalidades internas por el favor del patriarca, con las consiguientes

rencillas menores y traiciones mayores. El filme se detiene en estos juegos en dos horas que a veces lucen excesivas, pero justifican su largo. El director sabe graduar las tensiones y maneja los estallidos de violencia (con privilegio de los filos) con lo cual logra una película menor, es cierta, pero no exenta de interés. Tal vez porque el pasado que propone es un tiempo ya olvidado y el protagonista un ser amoral, inexpresivo. No tiene pasado, no sabemos por qué estuvo preso, lo cual da a la  historia ribetes enigmáticos. Un buen policial que pasó sin pena ni gloria y merece ser visto.

El outsider (The outsider). Estados Unidos, 2018. Director Martin Zandvliet. Con Jared Leto, Tadanobu Asano, Rory Cochrane.

MEA CULPA. En la entrega anterior, por un error imperdonable, atribuimos el filme Noticias del mundo a Paul Haggis (el director de la oscarizada Crash) cuando en realidad correspondía a otro Paul, no menos premiado e igualmente apasionante: Paul Greengrass. Mis excusas (y agradecimiento a Alfonso Molina por detectarlo).


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