Para Antonella Marty, por su capacidad de divulgar las ideas de la libertad

Hace pocos años sabíamos lo que debíamos hacer en América Latina para superar el subdesarrollo: imitar a Chile. Fue, por ejemplo, lo que hizo Perú y, en medio de su crisis política, le va bastante bien en el orden económico.

Veíamos con sana envidia cuanto sucedía en “el país de la loca geografía”, como le llamó el ensayista Benjamín Subercaseaux. Sin embargo, el principal problema del país no era su extraña geografía, sino su pobreza ancestral.

En 1959, año en que triunfa la revolución comunista cubana, Chile tenía un desempeño mediocre. Su per cápita y su índice de desarrollo económico eran dos tercios de los que Cuba exhibía.

Hoy se han invertido esos datos y Chile marcha (o marchaba) a la cabeza de América Latina, triplica el per cápita de Cuba y lleva (o llevaba) camino de ser el primer país de América Latina que alcanza ese mítico lugar imprecisamente llamado “Primer Mundo”.

Del 68% que existía en 1990 la pobreza se redujo a 8,6% y la pobreza extrema o abyecta a 2,3%. Lógicamente, el coeficiente Gini de Chile pasó de aproximadamente 55 a 45, situándose cerca del que se aprecia en Estados Unidos.

Sin embargo, y aquí radica el núcleo de estas reflexiones, hay miles de chilenos destruyendo metódicamente las expresiones materiales de la formidable transformación chilena.

¿Por qué sucede este fenómeno absurdo de autofagia? ¿Por qué miles de jóvenes chilenos atentan contra su propio bienestar? A mi juicio, por un error clave en la identificación de los aliados potenciales y de los inevitables adversarios.

Durante siglos, desde la Revolución francesa, cuando los jacobinos se sentaban a la izquierda y los girondinos a la derecha en el Parlamento, quedó esta costumbre de calificar a los partidos políticos como “izquierda” y “derecha”, pero esa división es hoy totalmente inadecuada.

La frontera hoy es distinta. Hay una serie de partidos dentro de la “democracia liberal”, que tienen marcadas diferencias en torno a las cuestiones económicas, pero esas diferencias no las hacen adversarias.

Conservadores, liberales y libertarios, democristianos y socialdemócratas, coinciden en estos cinco aspectos fundamentales:

  1. Todas las personas son iguales ante la ley.
  2. Existen libertades imprescriptibles.
  3. Debe existir una clara separación entre poderes que se equilibren.
  4. Los poderes del Estado deben ser limitados y las autoridades sometidas a elecciones plurales, libres y transparentes, capaces de renovar a los gobernantes periódicamente, permitiendo el relevo generacional y la circulación de las élites.
  5. El mercado, con su crecimiento espontáneo, ha demostrado su capacidad de asignar recursos mucho más eficientemente que la rígida planeación de los “expertos”.

Es verdad que la familia de la democracia liberal discrepa en cuestiones económicas importantes, como la intensidad del gasto público con relación al PIB, o la presión y estructura fiscal; y no puede ocultarse que hay grandes diferencias en materia social como el aborto, la educación sexual en las escuelas, o el rol de lo que hoy se llama LGTBI, pero esas distinciones no son vitales. Son accesorias y pueden ser dirimidas en las urnas.

Las diferencias fundamentales e insalvables son las que se tienen con los autoritarios, ya sean francamente totalitarios, como los comunistas y fascistas, o lo que hoy se denominan “democracias iliberales”. (Iliberales con I, un vocablo que debería recoger la Academia de la Lengua urgentemente en su visitado diccionario).

Estos grupos iliberales pueden llegar al poder mediante elecciones, pero su carga ideológica tiene muy poco que ver con los valores y principios que anidan en la familia liberal contemporánea. Suelen ser nacionalistas, antiinmigrantes y, por ende, contrarios al libre comercio y a la globalización, aspectos básicos de la familia de la democracia liberal en nuestros días.

Si estas conjeturas son acertadas, no es conveniente hacer pactos de gobierno con los comunistas, como hicieron en Chile durante la Concertación, o como han hecho los socialistas de Pedro Sánchez en España, o como, en su momento, pactaron algunos grupos en Cuba con el Partido Socialista Popular, el PSP de los comunistas, antes de 1959.

Hay que entender que los comunistas y fascistas no coinciden ni remotamente con la visión compartida por las distintas ramas de la democracia liberal. A ellos la coyuntura política les exige jugar a la democracia, pero sin la menor convicción.

  • Creen en la violencia como “partera” de la historia, como opinaba Marx, y en la peregrina idea de que el pensador alemán dio con los mecanismos que regulan el curso de la historia: la plusvalía, las diferencias entre el socialismo científico y el utópico, el legendario rol de los obreros y los otros dogmas de la secta.
  • Creen en un partido único, de acuerdo con el diseño de Lenin, en cuya cabeza se aloja un líder indiscutible e indiscutido que puede hacer casi lo que le da la gana.
  • Creen en la planificación centralizada.

Y si son esenciales las cosas en las que firmemente creen, más importante es todo lo que rechazan de la familia liberal:

  • Rechazan la propiedad privada de los medios de producción y, naturalmente, el mercado.
  • Rechazan la separación de poderes. Les parece una estratagema de dominación de la “clase dirigente”.
  • Rechazan la libertad de expresión, con el criterio de que expresa la voluntad de los dueños de los medios. En realidad no quieren que nadie examine independientemente los actos de gobierno.

En fin, es tal el trecho que los separa de la familia liberal, que es posible opinar que la distancia que existe entre un conservador y un socialdemócrata es infinitamente menor que entre un socialdemócrata y un comunista o un fascista.

Convengamos, al menos, que no es inteligente dormir con el enemigo. Esto se ha visto claramente con la destrucción material de Chile. La posición de algunos grupos comunistas era de aliento total a la actitud devastadora de los enemigos de todas las empresas chilenas, las públicas y las privadas, los suntuosos bancos y los “chiringuitos” de propiedad personal o familiar.

Eso tiene todo el sentido del mundo visto desde la perspectiva comunista. Si uno cree que hay que rehacer el mundo desde sus cimientos, es conveniente manipular y azuzar a los destructores, al “lumpen proletario”, que es lo que han hecho en Chile.

Lo que resulta totalmente absurdo es tratarlos como si fueran aliados, y no como lo que realmente son: enemigos de la ley y del orden libremente establecido por más de 80% de los chilenos.

En resumen: hay que defenderse vigorosamente y entender que si no elegimos correctamente a los amigos y adversarios, y no los tratamos de acuerdo con esos criterios, estamos condenados a desaparecer y a enfrentarnos a la pobreza, la cárcel, la muerte o el exilio.

Así de sencillo.

 


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