RAÚL

Los numerosos festejos políticos, anunciados para este año, estarán salpicados por ciertos términos, que aparecerán con relativa frecuencia. El afán de transversalidad como gran conquista, sin mayores reflexiones críticas, es una de las características más apreciadas de los discursos políticos, en nuestros días, por no pocos ideólogos. La «transversalidad», la «centralidad» y otros logros semejantes suponen que los especialistas en elecciones asumen, como inevitable, una teoría sobre la naturaleza humana que sigue conjugando los tres mitos que Pinker denomina: el de la Tabla Rasa, el del Buen Salvaje y el del Fantasma de la Máquina.

La deriva trascendental a la búsqueda de los votantes frustrados viene a ser una muestra palmaria de la capacidad de «adaptación» de nuestros políticos, tanta que, por un lado, supeditan sus principios a cualquier expectativa de utilidad electoral y, por otro, llegan al extremo de defender una cosa y la contraria. Aflora así la degeneración que supone la incapacidad para atraer posibles votantes, con propuestas que susciten algún entusiasmo e interés, dentro de un programa, a modo de contrato entre electores y elegidos. Esta práctica permite abrir la puerta a la discrecionalidad en el uso del poder, al engaño sistemático y a la desmoralización paulatina de gran parte de la sociedad.

La transversalidad, más que la solución universal y el tributo a la armonización social, viene a ser el lubricante que amortigua los chirridos ocasionados por las contradicciones de la práctica política. A la vez que constituye la base para hacer de la política no el arte de gobernar, sino la expresión permanente de la mentira. El hombre, manipulado hasta el extremo, ha renunciado por varios factores, como estos u otros que abonan su desorientación, a vivir fuera del tiempo. Tal vez el modo definitivo de escapismo. Se le obliga a romper con el pasado, salvo para ser adoctrinado, especialmente, en clave de confrontación. En la «cultura del fogonazo», en la que nos encontramos, el presente no existe en sí y el futuro se postula como un tiempo sin tiempo; a lo sumo, cual anuncio de una película borrosa. No importa, porque nunca llegará. Sirve así para atenuar los posibles efectos de algunos de los problemas más graves, existentes en la realidad que nos rodea.

El desprecio de los conceptos de verdad, lógica y evidencia soporta tanto un incierto antiintelectualismo, como el deterioro del sentido común; sin tener en cuenta que, el hecho de que el mundo que conocemos sea un constructo de nuestro cerebro, no significa que se trate de algo arbitrario. Las actitudes manifestadas ante asuntos de diversa naturaleza tan importantes y trascendentales, como por ejemplo el problema de las pensiones o el de la deuda pública, son una buena muestra. En el primer caso, nadie duda del hundimiento del sistema, si no se produce algún milagro, algo poco frecuente por desgracia. En el segundo, las cifras que rondan el billón y medio de euros, equivalentes al 115% del PIB, escapan a la comprensión de buena parte de los ciudadanos. Si acaso algo más inteligibles cuando se manifiesta su dimensión ponderada sobre lo que correspondería pagar a cada familia: unos 80.000 euros. Pero esta cantidad excede las posibilidades de pago de muchas de ellas. No resta pues más que acogerse igualmente a lo maravilloso.

En otro orden de cosas, en un contexto evidente de posible guerra nuclear, originada por un error o accidente no buscado, la percepción del peligro se diluye en la nebulosa de lo «no pensado». Su potencial dimensión catastrófica escapa a lo asumible y se convierte en algo sobrehumano.

Discusiones ideológicas y estrategias electoralistas aparte, conviene recordar que no siempre lo transversal es lo mejor, ni siquiera lo posible. Me permito recordar una anécdota ilustrativa al respecto. En tierras de Segovia hay un pequeño municipio llamado Cabañas de Polendos. Cuentan que una vez, tras la habitual procesión religiosa de la fiesta del pueblo, trataron de volver a introducir el pendón, con su correspondiente asta de varios metros, en la iglesia de la que había salido. Para sorpresa general no entraba por la puerta de aquel templo. El alcalde animaba a los mozos a empujar más fuerte, pero sin éxito. A la vista de la situación, manifestaba su asombro en voz alta y un tanto descompuesta. ¡Pero sí le hemos sacado!, repetía entre la perplejidad y la angustia. Tras varios intentos fallidos, uno de los presentes, considerado por sus vecinos de escasas luces, se acercó al regidor municipal y le hizo observar que, ¡pequeño detalle!, intentaban meter el pendón atravesado. Se dice desde entonces, cuando se quiere zaherir a alguna persona, tildándole de poco inteligente: «Eres más bruto que el alcalde de Cabañas». Parece ser que esa misma situación se repitió en otros lugares con diversos protagonistas. Así lo recogen dichos similares al que acabamos de narrar.


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