Ahora mismo, no hay en el mundo un grupo de exterminio estatal como la FAES, la unidad élite de la Policía Nacional Bolivariana. Su nivel de letalidad supera con creces al que podría ser hoy su pariente más próximo: el Grupo de Detección e Investigación Criminal, de Filipinas, dirigido desde el más alto nivel del poder que encabeza Rodrigo Duterte, el gobernante de ese país. En tres años y medio -julio de 2016 a noviembre de 2019-, de acuerdo con cifras del propio gobierno filipino, la supuesta guerra contra el tráfico de drogas habría acabado con las vidas de 5.552 personas (muchos de ellos, dirigentes sindicales, ambientalistas y defensores de los derechos humanos). Baste con decir que, solo en 2018, según cifras del régimen madurista, en nuestro país fueron liquidadas 5.300 personas (mientras, el Observatorio Venezolano de la Violencia estima que las muertes reales superan las 7.500). Esto significa que la letalidad de la FAES es más de tres veces mayor, en un país que tiene menos de un tercio de la población de Filipinas.

También la FAES, anunciada en 2016 y puesta en funcionamiento en julio de 2017, fue creada por la más alta instancia del poder, con una doble y específica finalidad: matar y sembrar el país de miedo. No hay especulación en esto: se diseñó una organización uniformada de negro -que, en el marco de sus prácticas, representa el color de la muerte y el luto-, que utiliza una calavera como un elemento presente en sus uniformes, y que enmascara a sus funcionarios, tanto en sus operaciones como en sus exhibiciones públicas. Hay que entenderlo: las máscaras no solo tienen como finalidad ocultar el rostro de los funcionarios. El principal objetivo es infundir terror. Hacer de la FAES una presencia temible y temida por la sociedad venezolana.

Basta con ver los numerosísimos videos o fotografías que circulan en las redes sociales para estimar que la inversión que se ha hecho en esta organización debe haber sido enorme: toda clase de lujosos y variados vehículos, armas largas de alto calibre, uniformes y equipos del más alto costo y, por supuesto, una dotación de máscaras y pasamontañas, que no tiene antecedentes en la historia de los cuerpos policiales venezolanos.

Como es previsible, la FAES está rodeada de opacidad. Se han publicado reportajes -Reuters, BBC Mundo, Infobae, entre otros- que hablan de una estructura de 1.200 a 1.500 miembros. No solo habrían sido reclutados en varios cuerpos policiales, sino que entre sus filas cuentan con miembros provenientes de las bandas de delincuentes y paramilitares conocidas como colectivos. El entrenamiento que reciben no se limita a las técnicas policiales y militares -en particular, a la producción masificada de francotiradores- sino a la configuración de un enemigo interno, encarnado por líderes de la oposición democrática, periodistas, personas que protestan, dirigentes de los barrios que reclaman sus derechos y el deterioro de las condiciones de vida de las comunidades en las que habitan. Al igual que los exterminadores de Filipinas, bajo la promesa de combatir la delincuencia, se asesinan a ciudadanos inocentes e indefensos.

Desde finales del 2017 vienen circulando testimonios simplemente pavorosos, historias de extrema ferocidad e indefensión, que han ocurrido en barriadas o zonas populares, en Caracas y en otras ciudades. La mayoría de estos ataques responden a un patrón, a un método para asesinar. Funciona así.

En la mayoría de los casos, se trata de operaciones nocturnas, aunque también se han producido a plena luz del día. Un piquete de asesinos uniformados de negro, encapuchados o enmascarados, portando armas largas, llega a un barrio o urbanización. Atraviesan uno o dos vehículos en la calle, para impedir la libre circulación. Golpean o derriban la puerta, en medio de la madrugada. A partir de ese momento, nada importa: si hay niños (como ha ocurrido), si hay ancianos (como ha ocurrido) o si hay mujeres en situación de embarazo (como ha ocurrido). El espectáculo de la atrocidad es parte del guion FAES.

De inmediato proceden a desalojar a las familias del propio hogar. Los alejan unos metros, pero no demasiado: de este modo se aseguran que los gritos y las detonaciones sean escuchados. Hay numerosos testimonios que lo reiteran: antes de matarlos, a varias de las víctimas las han golpeado y torturado. Después de los aullidos de dolor, a continuación, siguen los disparos a quemarropa. Recogen el cadáver, lo meten en un vehículo y lo dejan en un hospital o morgue. Algunos relatos publicados consignan variantes: hay quienes han sido llevados de sus casas, desaparecidos por horas, y luego asesinados en las inmediaciones. En todos los casos, los criminales reportan lo mismo: dado de baja por resistirse a la autoridad.

No solo matan a quienes, en la mayoría de los casos, son el sostén económico de sus familias. También desvalijan los hogares: se llevan dinero, medicamentos, comida, equipos informáticos, ropas, zapatos, juguetes y hasta bicicletas. Y, antes de marcharse, rompen objetos, destrozan el lugar para simular un enfrentamiento, disparan a las paredes, siembran armas, drogas u objetos robados.

Esta organización, destinada a propagar la muerte y el terror real, ha realizado su misión con éxito: la sociedad venezolana les teme, tanto o más que a los delincuentes. Los venezolanos sabemos, además, que gozan de total impunidad. Al contrario, como cuerpo de muerte estrella, se benefician del derecho al botín, al saqueo de las propiedades de las víctimas. En alguna ocasión, cuando se han levantado denuncias en contra de este ejército de asesinos, Maduro ha respondido: ¡qué viva el FAES!


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